Uno de los problemas que atraviesan en su vida la mayoría de los hombres es el orgullo y la soberbia, hermanos inseparables, que se presentan cuando se ha alcanzado un logro o “éxito” determinado y que suelen motivar a presumir del mismo. De esto es lo que habla el apóstol Pablo en su carta a los hermanos de la iglesia de Corinto, indicándoles que él cómo siervo del Señor, bien podía presumir de todas las revelaciones que le fueron dadas, sin embargo reconocía que nada le pertenecía ya que todo le era dado por instrucción divina.
Y para que recordara que nada era por logros propios, le fue puesto un “aguijón” o padecimiento para que si en un momento dado, él quisiera levantarse con arrogancia, éste le causara un dolor físico que le hiciera volver a su estado de humildad y dejara de enaltecerse… Esto es como la situación (válgase la comparación) con los caballos, a los cuales se les pone un freno en la boca, y cuando quieren desbocarse el jinete les jala de las riendas para que no hagan su voluntad, sino que se sometan a la voluntad de él.
Desgraciadamente, el orgullo y la soberbia, juntos, son un mal que va corroyendo el alma de quien lo padece, hasta el punto de hacerle volverse un ser indiferente, insensible, déspota, etc. Un ser que lo único que consigue así es aislarse cada día más de la sociedad y sobre todo de su familia, ya que hasta con ella adopta una postura un tanto grosera, importándole muy poco lo que pase con sus hijos, esposas y padres; estas dos actitudes en las personas se pueden ver reflejadas en el comportamiento, en la forma de vestir, de hablar, de caminar, o de tratar a sus semejantes; se sienten sobrados y merecedores de todo tipo de atenciones y privilegios. Las palabras bondad y misericordia no existen en su diccionario, por lo que tampoco se manifestará en su comportamiento.