miércoles, 3 de febrero de 2016

El Perdón de Dios

Creer que Dios perdona nuestro pecado no siempre es fácil. Pero si usted ha entregado sinceramente su vida a Jesús y confía en Él para su salvación, entonces, Dios ha prometido perdonarlo; y Él no va a mentir... ni puede. La Biblia dice: “Y el testimonio es éste: que Dios nos ha dado vida eterna, y esa vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida…” (1 Juan 5:11-12, NVI). ¡Esto lo incluye a usted! La clave es no depender de sus sentimientos sino de los hechos; el hecho de la muerte y la resurrección de Jesús por usted, el hecho de que usted se ha entregado a Él, y en consecuencia, el hecho de que Dios prometió perdonarlo. Los sentimientos y las emociones van y vienen, y pueden engañarnos.
Los hechos de la Palabra de Dios, sin embargo, no cambian. Puedes confiar en ellos. No se concentre en lo que siente, sino en Jesucristo y en lo que Él ha hecho por usted. Imagine, por un instante, que usted tiene un pariente muy rico, y un día recibe la llamada de un abogado que le dice que esa persona murió y le ha dejado una herencia de un millón de euros. ¿Qué haría usted? Podría decir: “Oh, no puede ser verdad”,... pero ¿sería sensato creerlo? En cambio, probablemente usted aceptaría por fe lo que el abogado le dice, y comenzaría a actuar en consecuencia. Pues en un sentido mucho mayor, Jesucristo le ofreció un regalo, el regalo de la salvación, y usted lo aceptó. Ahora, ¡actúe en consecuencia! Comience dándole gracias por salvarlo y perdonarlo, y luego, trate de vivir para Él cada día.

Camina Conmigo

“Cómo empezamos no determina a dónde llegamos”
Nos encontramos, fueron dos miradas las que se cruzaron, dos mentes que empezaron a volar y a crear fantasías; así fue como nació el deseo de estar juntos. Y decidimos iniciar una vida juntos. 
Fuimos dos los que nos enamoramos. Un primer beso en el que se unieron los labios de dos personas y un abrazo que fundió a dos cuerpos en uno.
Uno propuso y el otro aceptó: somos pareja. Ahora ya no caminamos distanciados; nuestras manos se entrelazan mientras recorremos trayectos como si estuviésemos separados del suelo.
El tiempo de cada uno se dispone para crear un espacio de dos. En ocasiones yo dispongo y tú aceptas; otras veces yo me dejo llevar.
Me gustan las artes, y te enseño a apreciarlas. Te acompaño en tus deportes y te animo cuando entrenas.
Escucho de tu trabajo, de tu mundo laboral, y me doy cuenta que aún sin haberla visto, llego a sentir que conozco tu oficina; imagino el escritorio y a tu compañero más cercano. Tú me das ideas para mi nuevo proyecto, aportas nuevos caminos, otros proyectos, y te arriesgas a llevarme donde yo aún me resisto a llegar por mi necesidad de control. Entonces compartimos mi capacidad de organizar y estructurar, con tu visión e ímpetu para ver nuevas oportunidades y arriesgarse a tomarlas.
Mi familia pregunta por ti y tu familia me quiere conocer. Finalmente, lo sorteamos; navidad con unos, año nuevo con otros, cumpleaños compartidos, pero siempre con escapadas de  dos. La exclusividad no es negociable.
Están tus amigos, yo traigo los míos y vienen los nuevos, los que vamos conociendo en nuestro camino. Nos aseguramos de que nunca nos falten momentos para crear recuerdos con las personas que nos ven crecer como pareja y que aportan dosis de felicidad a lo que vivimos.
Llegaron algunos conflictos. Dos pensamientos que se oponen, dos voluntades que luchan por la primacía. Prevalece la democracia; los dos ganamos y los dos perdemos; negociamos y llegamos a un punto intermedio. A veces yo he cedido; otras veces tú evitas, para que cuando el conflicto lo permita no pase de un simple malentendido.
¿En qué termina la historia? …

El entrenador y el entrenamiento

Imagina que tu equipo ha conquistado el primer puesto de la tabla de clasificación de la primera división de tu país y, aunque todavía haya un partido que disputar, ya está claro que nadie lo puede adelantar porque tienen muchos más puntos que los demás. ¡Ya son campeones! Es igual cuando perteneces al equipo de Cristo: Él ya ha ganado todo, Él es el vencedor del pecado, de la muerte y del diablo, y es el rey de la vida. 
Tú no puedes contribuir con nada para ganarte el cielo, pues Cristo ya hizo todo lo necesario. Solo puedes aceptar humildemente, este gran regalo del amor divino.
Sin embargo, ¿qué suele hacer un equipo que se encuentra en la situación arriba descrita? ¿Piensan: “Ya somos campeones, por lo que da igual si perdemos estrepitosamente el último partido. Ya no nos esforzaremos, es muy posible que no." 
Aunque nosotros consideramos como lo más natural del mundo que se esfuercen y luchen hasta el fin, para demostrar que son dignos de ser campeones, como de igual manera, es evidente que como cristianos, queremos vivir una vida que agrade a Dios. “Porque los que hemos muerto al pecado, cómo viviremos aún en él?” (Romanos 6:2).
Estas son unas pautas que te ayudarán a ser vencedor:
 ¡No estás solo!
Lo más elemental es que establezcas y mantengas una buena relación con el entrenador. Un buen entrenador conoce las tácticas del adversario y tiene una táctica para ganar. Nos enseña a ser hábiles con el balón, resistentes físicamente, precisión en los tiros y cómo marcar goles. Siempre anima a su equipo, y si es necesario lo hace severamente. Todo es necesario para jugar bien y ganar.
Espiritualmente, Jesucristo es el mejor entrenador, sabe la mejor táctica para vivir y nos la enseña a través de su Palabra. Por eso mismo es básico que leas frecuentemente la Biblia y obedezcas a lo que has entendido. Además, habla siempre y de todo con Cristo, pues Él entiende tus problemas y tus defectos, y también conoce tus puntos fuertes y valora e incentiva tus talentos. Es el mejor entrenador de la vida, ¡confía completamente en Él!

El Pecado

El apóstol Pablo escribió a los romanos que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23 RVR60) y que “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23 NVI). El ángel le anunció a José que el Niño que estaba en el vientre de María sería llamado “Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).
Cuando Juan el Bautista vio a Jesús que venía a ser bautizado, exclamó: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (Juan 1:29).
La Biblia menciona el pecado con mucha frecuencia por una buena razón: es el pecado, nuestro pecado, el que nos separa de Dios y si no se soluciona con fe y arrepentimiento, produce la muerte eterna. Afrontar la verdad acerca de nuestro pecado y sus mortales consecuencias es, en la Biblia, un requisito previo para recibir a Jesús como Salvador.
Por eso me quedé sorprendido cuando asistí a una conferencia cristiana, y uno de los oradores dijo que no deberíamos mencionar el pecado en nuestras predicaciones, porque es ofensivo. Ciertamente, el pecado es ofensivo, pero la Persona a quien ofende el pecado es el Dios Santo. Y Dios odia el pecado. Él se opone eterna y ferozmente al pecado, y no puede tolerarlo en Su presencia.
Por esto la Biblia pasa tanto tiempo hablando del pecado. Es nuestro problema fundamental, y si lo pasamos por alto, quedamos a merced de nuestros fútiles recursos para encontrarle solución.
No obstante, por grande que sea el énfasis que la Biblia pone en la realidad y el peligro del pecado, aún es mayor el peso que le da a la cura para el mismo: la salvación por medio de una fe personal en la obra expiatoria de Jesucristo en la cruz. El problema del pecado ya ha sido resuelto. Hay liberación, porque tenemos un Libertador. Hay salvación, porque tenemos un Salvador. Hay redención, porque tenemos un Redentor.