En el capítulo 17 del primer libro de Samuel, hallamos la historia del desafío de Goliat al pueblo de Israel. Un Goliat gigantesco, confiado de sí mismo y de su superioridad física, de su entrenamiento y armamento, y dotado de una armadura formidable. En cambio, podemos ver también a los hombres bajo el mando del rey Saúl, grandemente turbados y con mucho miedo. En verdad, aquél gigante infundía terror a quien se atravesase en su camino. Estaba tan seguro de su victoria, que hizo una especie de apuesta con el pueblo de Israel: “-¡Dénme un hombre que pelee conmigo!, vociferaba. ¡Si él me vence, nosotros les serviremos a ustedes; si yo lo venzo, ustedes nos servirán a nosotros!” era la consigna (I Samuel 17:9 y 10). La batalla que se avecinaba era tan sólo entre dos hombres; nada normales por cierto, cada uno de ellos; con la carga extra, de que el resultado de sus acciones involucraba a sus respectivos pueblos y bandos.

La historia de David y Goliat parece sacada de un cuento para niños. No sólo apasiona cada vez que reflexionamos sobre ella, sino que no deja de sorprendernos el extraordinario paralelismo que tiene respecto a las situaciones, que como cristianos vivimos a diario. Así funciona. Esta historia no es sólo un cuentito de niños. Es una cosa muy seria, y a pesar del tiempo transcurrido, el evento aún continúa siendo de tremenda vigencia y actualidad.
Muchas veces, como cristianos y como personas que habitamos en este mundo corrupto y decadente, nos toca afrontar situaciones delicadas, difíciles. Tal vez es un mal hábito que nos hace caer una y otra vez, lesionando nuestra propia autoestima; un lamentable error, del que parecen no bastar los días de nuestras vidas para arrepentirnos y llorar el remordimiento por el daño causado; tal vez un problema financiero, situaciones en el trabajo, en los estudios, un problema de salud o algún triste evento familiar; o tal vez ese sueño largamente acariciado que parece inalcanzable, que no llega nunca y nos quita la paz; todos ellos pueden constituirse en el “Goliat” que se pare frente a nosotros, vociferando en actitud desafiante y dando por sentada su victoria.
Honestamente debemos reconocer que hay veces que nos rendimos, que huimos temerosos como los soldados israelitas, que nos vamos del campo de batalla sin luchar y acabamos sirviendo a las causas que aborrecemos. “Soldado que huye, sirve para otra guerra”, dice un antiguo aforismo popular. Pero aquí los términos de la rendición no son negociables. El que huye no sirve para otra guerra. Es el que resulta vencido, y con ello se somete a la humillante servidumbre al vencedor.