Hace unos años vivía en la importante ciudad de Juiz de Fora, en el interior de Brasil, un sacerdote llamado el Padre Hypolyto Campos. Era el vicario de la ciudad y gozaba de una gran reputación por su elocuencia y saber.
Siendo un celoso y convencido creyente en la infalibilidad de su Iglesia, se sabía de memoria todos los argumentos jesuísticos contra el protestantismo, por hábiles y sutiles que fueran estos argumentos. ¡Ay del escritor creador de polémicas a favor del evangelismo que se enfrentase a un hombre como el Padre Hypolyto, si no estuviera absolutamente fundado y asegurado en la Palabra de Dios!
Esta fama le hacía ser muy solicitado en todos los distritos de la diócesis donde los misioneros del Evangelio habían aparecido, y muy a menudo la fecundidad de su palabra le daba la victoria en el aniquilamiento del primer germen de vida que se plantara junto al camino. Mas no sucedía siempre así, porque a veces se encontraba con un hombre o una mujer que había leído la Biblia, que él no había leído completamente, y que lo confundía con las más sencillas preguntas, como, “¿dónde se encuentra la enseñanza apostólica acerca del Purgatorio, la Intercesión de los Santos, el Confesionario?” etc.
Notando que la mayoría de estos separatistas eran analfabetos, iletrados y/o gente humilde, se sentía aún más perplejo y mortificado y resolvió, por fin, silenciar a tan impertinentes herejes estudiando la Biblia católica para refutarles con ésta.
Pero decir esto era más fácil que hacerlo. El sabio (¿?) Concilio de Trento del Siglo dieciséis sentó el precepto de que ningún sacerdote debe leer las Escrituras (la interpretación de las Sagradas Escrituras está reservada a la Iglesia Católica), bajo pena de excomunión, sin el consentimiento escrito de su obispo. ¡Tal es el temor de Roma de que sus mismos sacerdotes lean la Biblia!
Es innecesario decir que el sacerdote que se atreve a pedir esta libertad se hace objeto de sospecha y es observado de allí en adelante, y con razón, según veremos más tarde.
El Padre Hypolyto escribió a su obispo exponiéndole lo difícil de su situación y solicitando permiso eclesiástico para leer la Biblia, aprobada por “La Santa Iglesia”, para confundir a estos herejes.
No recibiendo respuesta del obispo, repitió su petición recibiendo esta vez una negación rotunda. Entonces el Padre Hypolyto urgió del obispo el envío de la Biblia exponiéndole las ventajas que se obtendrían, sin inducir, no obstante, al obispo a hacer más elástica la regla general. Al fin, completamente sublevado y algo indignado, escribió con tales términos al obispo, que recibió por correo una Biblia “aprobada.”
Uno de los métodos inescrupulosos que usa Roma para alejar la Biblia de la gente es declarar que la versión protestante es una versión corrompida y mutilada, Biblias falsas, las llaman; pero se cuidan muy bien de que “la verdadera Biblia” esté fuera del alcance de la gente, pues la versión más barata es muy cara para los pobres.
Pronto estuvo el Padre Hypolyto sumergido en la lectura de la Biblia de su Iglesia, la cual, como es sabido, se asemeja mucho a la nuestra, con la excepción de los pocos libros apócrifos del Antiguo Testamento que la nuestra no incluye.