El apóstol Pablo nos presenta un profundo contraste entre los conceptos de esclavo e hijo. En un lenguaje propio de la época escribe: “Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo señalado por el padre". Gálatas 4;1-2
En esos tiempos, el niño (heredero), tenía muy pocos derechos que eran muy similares a los de un esclavo. Hasta que cumpliese cierta edad, y fuese considerado no solo heredero sino también señor y patrón de otros. También nosotros bajo la ley (siendo niños con herencia), estábamos confinados en los derechos (pocos) de nuestra propia libertad.
Es una paradoja de sentimientos mezclados que dice “soy heredero, pero todavía no”. Escogidos desde antes de la fundación del mundo, (Efesios 1:4; Romanos 8:29); pero con un desconocimiento pleno de esta nueva libertad e identidad con la que Cristo nos hizo libres.
Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo.
Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.
Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Gálatas 4;3-7
El niño heredero estaba bajo el tiránico tutor de la ley, la cual no determina para nada su herencia. Sino que la ley, como tutor o curador, ha de llevarnos durante nuestra niñez y adolescencia (en el cumplimiento del tiempo) al encuentro glorioso con la Gracia de Jesucristo.
Muchos hombres de Dios no son impactados por Su Gracia hasta que la ley los consume en verdad. Dios tiene que humillarnos para poder salvarnos. Nunca se saborea la gracia de Dios hasta que el pecado no agobia sobremanera.
Tampoco sabremos nosotros qué hacer con la libertad que nos confiere la gracia divina. Muchos años bajo el yugo cruel de la ley han producido heridas, iras reprimidas, sentimientos de culpabilidad, indignación y rebeldías. Todo ello nos ha conducido (a muchos) a una interpretación desordenada y confusa de nuestra libertad en Cristo; por lo tanto, necesitamos una aceptación de la ley de Dios dentro del marco de una nueva perspectiva de la gracia infinita.
Afrontamos el reto de vivir una vida de obediencia a Dios no por el peso de nuestros propios esfuerzos, sino por dejar fluir el esfuerzo de la obra de Cristo en nosotros.
No es un hincapié dentro de un moralismo religioso, sino que es el descanso sincero y por completo en la obra consumada por Cristo en la cruz del Calvario.
Hagamos un ejemplo terrenal para tratar de entender una idea del cielo. Una familia cristiana, madura y fiel ha estado educando a dos hijos, con grandes esfuerzos y desafíos. Llega el momento en que ambos chicos alcanzan la preciosa edad de 19 años. Los padres deciden enviarlos a distintas universidades, las cuales se encuentran muy distantes de su pueblo natal.
Uno de estos jóvenes, al convivir en los recintos universitarios, se dice a sí mismo: “Ha llegado la anhelada hora de mi libertad, he de hacer todo cuanto me dé la gana. Voy a vivir una vida liberal y lejos de la supervisión asfixiante de mis padres. Punto, ha llegado mi oportunidad.”
Mientras que el otro estudiante dice para sí: “En las vivencias de esta universidad no estaré más bajo la supervisión de mis padres; mi libertad comienza a ser una realidad, mas no usaré ésta para vanagloria y hacer cuanto me plazca. Haré de mis estudios y de mi carrera universitaria algo de lo cual puedan gloriarse mis padres. Esto lo haré por todo el amor, la entrega, la amistad y el compañerismo que ellos me brindaron durante muchos años de mi vida”.
Esta sencilla analogía terrenal muestra el misterio de la gracia celestial. Es el poder transformador el que me hace obedecer y desear cumplir la ley, solo para glorificar al Padre que me rescata, me libera, me hace hijo y me invita a morar en su casa. (Romanos 8:17).