Jerusalén era un hervidero de personas. El sol quemaba los rostros de los transeúntes que sin pedir permiso se abrían paso. El río humano iba y venía, no tenía una dirección determinada. A los costados, en las casas de barro y madera, se amontonaban los vendedores. Ofrecían una variada gama de productos. Generalmente, eran comidas para el viaje. Decenas de parroquianos regresarían esa misma tarde, después de los servicios de adoración a Dios, a sus respectivas provincias.
El hombre abordó el carruaje. No prestó atención a un comerciante que le ofrecía telas a muy buen precio. “Estoy afanado”, se limitó a decirle mientras le apartaba con cortesía. “Vamos”, ordenó a quienes guiaban el ostentoso vehículo de tracción animal. Le quedaba un largo viaje, de varios días, hasta llegar a su destino final: Etiopía, en África. Allí servía a la reina de Candace.
El hombre abordó el carruaje. No prestó atención a un comerciante que le ofrecía telas a muy buen precio. “Estoy afanado”, se limitó a decirle mientras le apartaba con cortesía. “Vamos”, ordenó a quienes guiaban el ostentoso vehículo de tracción animal. Le quedaba un largo viaje, de varios días, hasta llegar a su destino final: Etiopía, en África. Allí servía a la reina de Candace.