Una persona que siempre viajaba liviana de equipaje personal era la hermana Frances Cabrini.
En marzo de 1889, cuando la monja de treinta y ocho años de edad, abandonó el barco en la isla Ellis, estaba pensando en la tarea que la esperaba: ayudar a establecer un orfanato, una escuela y un convento en la ciudad de Nueva York. No estaba preocupada con ninguno de los problemas de su pasado, aunque había tenido muchos.
Francesca Lodi-Cabrini nació a los siete meses de gestación en la ciudad lombarda de San Ángelo, Italia, donde pasó su enfermiza niñez. A los seis años, tomó la decisión de ser misionera en China. Pero la gente se rió de su sueño.
«Una orden misionera jamás aceptará a una niña que se está enferma la mayor parte del tiempo», le dijo, mofándose, su hermana Rosa.
A los doce años, hizo votos de castidad y cuando alcanzó la edad mínima de dieciocho, presentó una solicitud de incorporación al convento de las Hermanas del Sagrado Corazón. Pero fue rechazada debido a su mala salud.
Pero el rechazo no haría que la Cabrini se diera por derrotada en su sueño de ministrar en Asia. Empezó a hacer cuanto podía en su propia villa para desarrollar fuerzas y probar que valía.
Enseñó a los niños del barrio. Se preocupó de cuidar a los ancianos. Y cuando se presentó una epidemia de viruela, atendió a las familias y amigos hasta que cayó enferma. Después de recuperarse, volvió a presentar la solicitud al convento. De nuevo la rechazaron.