Los problemas y peligros que hoy acechan al ser humano son tan angustiosos y graves, que la necesidad de seguridad ha dejado de ser una preocupación para convertirse en una obsesión. Muchos viven en un constante sobresalto; el temor y la incertidumbre se han apoderado del corazón humano. Los problemas de pobreza, del dolor y de la muerte asumen hoy formas tan diversas y tan amenazantes que resulta muy difícil conservar la calma.
Calamidades y una serie de catástrofes naturales se repiten cada vez con mayor frecuencia. El equilibrio económico y la estabilidad emocional también son alterados por toda suerte de accidentes y enfermedades solapadas. Y, ¿qué decir de los dramas provocados por la ola de violencia que inunda la tierra?
La buena voluntad del hombre no logra resolver las incertidumbres y peligros de nuestra época. Este fracaso o frustración se puede asemejar a lo que ocurrió con un hombre, que hizo colocar barrotes de hierro a todas las aberturas de su casa por temor a los ladrones. En vez de ser víctima del robo, pereció abrasado por un incendio que se produjo en su domicilio. La puerta a prueba de ladrones se atascó de tal modo que no pudo escapar del fuego. A semejanza de este hombre, también nosotros podemos equivocarnos al escoger nuestro sistema de seguridad.
¿Cuál es entonces la mejor forma de defensa ante los riesgos de esta vida? Una pregunta que podemos contestar con las palabras del Salmo 46;1-2, que dice: "Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida…”
El omnipotente Dios y Creador del universo es la única fuente verdadera de seguridad y fortaleza. Cualesquiera que sean los riesgos que debamos afrontar, en Él podemos encontrar el auxilio oportuno. Son promesas de Dios; Él es nuestro refugio, es nuestro amparo y nuestra protección, nuestra única seguridad. Esto no significa que desaparecerán los contratiempos y riesgos de la vida. Las consecuencias del pecado son inevitables; mientras vivamos en este mundo habrá dolor, enfermedad y muerte. Pero la promesa divina es que en medio de la angustia tendremos la compañía del Señor.