En su pequeñísima granja deambulaban unas cuantas aves de corral que existían casi de milagro y que, por lo menos, no dejaban de poner un par de huevos diariamente. El resto de la dieta que el anciano consumía, eran unas cuantas frutas silvestres recolectadas con mucho esfuerzo.
Un día, buscando entre sus escasas pertenencias, encontró dos monedas de plata y se le ocurrió una idea: en el pueblo se las ofreció a un comerciante de artículos antiguos, a cambio de un viejo baúl, que con dificultad, llevó a su choza y lo colocó en un sitio visible.
Por casualidad, uno de sus hijos lo visitó e intrigado, le preguntó: Padre ¿Qué guardas en ese baúl?
Un secreto -le contestó- que solamente conoceréis tus hermanos y tú el día en que me muera, pues ahí está toda mi herencia.
Al día siguiente enterró el baúl debajo de su lecho. Y cuál fue su sorpresa?… que a partir de entonces, los hijos empezaron a visitarlo a diario: le llevaban alimentos y turnándose entre todos, mantenían su choza bastante limpia.
Pero un día el anciano murió, y como era obvio, los hijos acudieron a velarlo, darle sepultura, y por supuesto, a conocer detalles sobre la herencia. Así que desenterraron y abrieron el cofre, encontrando en su interior un pedazo de papel manuscrito, que entre otras cosas, decía: Hijos míos, el auténtico amor se entrega generosamente, sin esperar recompensa. Hubiera deseado dejarles más, pero mi única herencia es mi gratitud por lo que me dieron en vida.”