“y aconsejar a las jóvenes a amar a sus
esposos y a sus hijos, a ser sensatas y puras, cuidadosas del hogar, bondadosas
y sumisas a sus esposos, para que no se hable mal de la palabra de Dios.”
(Tito 2:4-5 NVI)
Ha llegado la hora de honrar a quien me
dio la vida y ha entregado todo por mi felicidad, durante treinta y siete años.
Lleva cuarenta años
casada con mi papá, y me enorgullece verlos después de tanto tiempo,
agarraditos de la mano y profesándose amor eterno. Desde que tengo uso de razón,
la he visto preocupada por el bienestar de los demás. Es una mujer trabajadora,
abnegada, leal, fiel, entregada día y noche a alcanzar el bienestar de su
familia; es digna de confianza, y quien la conoce se enamora de su capacidad de
servir a los demás sin esperar nada a cambio.
Le doy gracias a Dios porque ella con su ejemplo, dio un valor muy alto a mi rol de mamá y esposa. Es ahora, cuando debo levantarme muy temprano para aprestarme a mis obligaciones para con mis hijas y mi esposo, antes de salir a una larga jornada de trabajo y regresar ya de noche, a seguir cumpliéndole a Dios en hacer lo que tengo que hacer para que ellos se sientan bien a mi lado, repito, es ahora cuando más la valoro, porque mis recuerdos cronológicos me llevan a los días en los que en medio de su cansancio, nos atendía con su amor y se encontraba con una hija egoísta que esperaba recibir en vez de dar.