Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.
Hebreos 12:2 (RVR 60)
Dios es un Juez justo y Santo, esa es Su naturaleza; un Dios que aborrece y repugna el pecado y la iniquidad, pues la pureza y la perfección es su esencia, y por más que me amara a mí, como creación suya, y a toda la humanidad, no podía dejar de lado darnos el castigo que cada uno de nosotros merecíamos por la naturaleza pecaminosa que heredamos de Adán y Eva.
Nos alejamos de Él, nos apartamos de Su naturaleza como ovejas descarriadas, cada uno corriendo a un precipicio, por nuestros placeres que nunca nos saciarán. En fin, nada podríamos hacer con nuestras propias fuerzas, para pagar nuestra salvación; no podríamos zafarnos del justo juicio de Dios sin recibir el castigo eterno que merecemos, por más que hayamos intentado ser “buenos” con nuestras propias fuerzas.
El día en que a nuestro Señor Jesús lo iban a crucificar, comenzó a experimentar gran angustia y depresión. Tanta, que hasta llegó a sudar como gotas de sangre; por lo cual Él le rogaba al Padre: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.
Luego vinieron a arrestarlo; pero Pedro, por defender a su maestro, sacó la espada y, con la intención de quitarle la cabeza a Malco, solo alcanzó a quitarle la oreja. Aun así, Jesús estaba dispuesto a dar su vida por nosotros. Así que, en vez de sentirse agradecido por la defensa de Pedro le dijo:
Vuelve tu espada a su lugar; ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?