Jesús es alguien con quien puedes ser completamente real. Puedes pasar el rato con Él y ser tú mismo, sin ninguna pretensión y nada de actuación. Jesús es siempre amoroso contigo y puedes hablar con Él sobre cualquier tema. A Él le gusta conversar contigo acerca de tus sueños, aspiraciones y esperanzas. Él quiere sanarte de las cosas de tu pasado con las que pudieras estar lidiando. Está interesado en tus retos actuales, y quiere llorar contigo cuando estás abatido o regocijarse contigo en tus victorias.
Jesús es el amor y la ternura personificados. Pero ten cuidado de no confundir su ternura con las imágenes afeminadas y débiles, que has visto representadas en algunos cuadros tradicionales de Jesús. Él es ternura y fuerza al mismo tiempo. Es mansedumbre y majestad, virilidad y deidad, terciopelo y acero. Como sabes, a veces, cuando tratamos de ser firmes y fuertes, arrasamos con los sentimientos de las personas y terminamos hiriéndolas con nuestras palabras. Y al revés, cuando tratamos de ser tiernos, tenemos una sobredosis de bondad y nos reducimos a felpudos, hasta terminar siendo aprovechados por otros.
Desviémonos de nuestra imágen y miremos a Jesús. Él forzó severamente a un grupo de fariseos intrigantes a dar marcha atrás en una instancia, desafiándolos y diciendo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Al momento siguiente, ese mismo Jesús miró directamente a los ojos a una quebrantada mujer sorprendida en adulterio, y con compasión resonando profundamente su voz, preguntarle: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ni yo te condeno; vete y no peques más” (Juan 8:10-11).
¡Ése es nuestro Dios!