martes, 23 de mayo de 2017

Muerte del Yo para Resurrección Gloriosa

Hay momentos en la vida de los seres humanos en los que llega la soledad y el sentimiento de incertidumbre. Parece como si estuviéramos en un cuarto oscuro, que para colmo está cerrado con candado, y no tenemos la llave para abrirlo.
Mientras uno pasa por esas experiencias piensa que sería bueno dejar de existir, terminar de una vez y por todas, con todo aquello que nos agobia.
PhotobucketPero a veces es necesario que en nosotros haya una muerte simbólica para que haya una resurrección espiritual.
Es necesario que Dios habite en nuestras vidas y sople de su aliento en nosotros. Es necesario que Él penetre en los rincones más íntimos de nuestro ser y haga los ajustes necesarios, para que Su voluntad y propósito se puedan cumplir en nuestras vidas. Que sople aliento de sabiduría sobre nuestros espíritus para que podamos entender su llamado a nosotros.
Debemos matar nuestro egoísmo y desesperanza. Hay que exterminar aquellas cosas que nos estorban y nos sacan del propósito de Dios. Tenemos que despojarnos del desespero y la ansiedad; limpiarnos de toda inmundicia, lavar nuestras ropas en el río de vida a través de la sangre purificadora de Cristo Jesús. Necesitamos beber de las aguas limpias y cristalinas que solo se encuentran a través de Su presencia. Tenemos que exclamar desde lo más profundo de nuestro corazón: ¡Auxilio, socórreme Dios!

Oraciones inspiradas por Dios

«Muéstrame, Jehová, tus caminos; enséñame tus sendas».
Salmo 25: 4
Cuando alcanzamos un nivel elevado de experiencia espiritual no hemos de quedarnos de brazos cruzados, conformes con lo que ya hemos logrado. Cuando nos proponemos con determinación entrar en el reino espiritual, nos percataremos de que todos los poderes y las pasiones de naturaleza carnal, respaldadas por las fuerzas del reino de las tinieblas, están preparadas para atacarnos. Por tanto, cada día hemos de renovar nuestra consagración, cada día hemos de batallar contra el pecado. Los hábitos antiguos, las tendencias hereditarias hacia el mal, nos disputarán el dominio, y contra ellos hemos de velar, apoyándonos en el poder de Cristo para obtener la victoria.
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Hemos de renunciar a todo lo que pueda impedirnos realizar progresos en el camino ascendente, y quiera hacernos volver los pies en el camino angosto. Hemos de manifestar misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, tolerancia y el amor de Cristo en nuestras vidas diarias.
Necesitamos el poder de una vida más elevada, pura y noble. El mundo abarca demasiado espacio en nuestros pensamientos, y el reino de los cielos demasiado poco.
Pero no hemos de desesperarnos en nuestros esfuerzos por alcanzar el ideal de Dios. A todos se nos promete la perfección moral y espiritual por la gracia y el poder de Cristo, quien es el origen del poder, la fuente de la vida. Nos lleva a su Palabra, y del árbol de la vida nos presenta hojas para la sanidad de las almas enfermas de pecado. Nos guía hacia el trono de Dios, y coloca en nuestros labios una oración que nos pone en estrecha comunión con Él. Cristo coloca a nuestra disposición los agentes todopoderosos del cielo. A cada paso sentimos su poder viviente.
Dios no pone límites al avance de aquellos que desean ser llenos del conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual. Con la oración, la vigilancia y el desarrollo del conocimiento y la comprensión, son «fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria» (Colosenses 1;11). Así recibimos la preparación necesaria para trabajar en favor de los demás. Es el propósito del Salvador que los seres humanos, purificados y santificados, seamos sus ayudadores. Demos gracias por este gran privilegio a Aquel «que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz. Él nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo (versos 12-13)».

¿Cómo se supone que debe ser la vida cristiana?

Resultado de imagen de ¿Cómo debe ser la vida cristiana?Se supone que la vida cristiana debe ser una vida vivida por fe. Por fe podemos entrar en la vida cristiana, y por fe vivimos. Cuando comenzamos la vida cristiana al venir a Cristo para el perdón de pecados, debemos entender que lo que buscamos no se puede obtener por ningún otro medio que por la fe. No podemos preparar nuestro camino al cielo, porque lo que podamos hacer nunca sería suficiente, ¡nada! Quienes creen que pueden alcanzar la vida eterna por mantener normas y regulaciones - una lista de lo que se debe y no se debe hacer – niegan lo que la biblia claramente enseña. "Y que por la ley ninguno se justifica ante Dios es evidente, porque: El justo por la fe vivirá" (Gálatas 3:11). Los fariseos de los días de Jesús rechazaron a Cristo porque Él les dijo esta misma verdad, que todos sus actos justos no valían para nada y que solo la fe en el Mesías los salvaría.

En Romanos 1, Pablo dice que el evangelio de Jesucristo es el poder que nos salva; el evangelio que son las buenas nuevas de que todos los que creen en Él tendrán vida eterna. Cuando entramos en la vida cristiana por la fe en estas buenas nuevas, vemos que nuestra fe crece en la medida que llegamos a conocer más y más acerca del Dios que nos salvó. El evangelio de Cristo en realidad nos revela a Dios mientras vivimos para acercarnos a Él cada día. Romanos 1:17 dice, "Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá". Por lo tanto, parte de la vida cristiana es la lectura y estudio diligente de la palabra de Dios, acompañada de la oración para entendimiento y sabiduría, y de una relación más estrecha e íntima con Dios a través del Espíritu Santo.

La vida cristiana también se supone que conlleva el morir a sí mismos para vivir una vida de fe. Pablo dijo a los Gálatas: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gálatas 2:20). Siendo crucificado con Cristo significa que nuestra vieja naturaleza ha sido clavada en la cruz, y reemplazada por una nueva naturaleza que es la de Cristo (2 Corintios 5:17). Él, que nos amó y murió por nosotros, ahora vive en nosotros, y la vida que vivimos es por la fe en Él. Esto significa sacrificar nuestros propios deseos, ambiciones y glorias, y reemplazarlos por los de Cristo. Solo podemos hacer esto con su poder, a través de la fe, que Él nos da por su gracia. Parte de la vida cristiana es orar con ese fin.

Descubrir la salida

No os ha sobrevenido ninguna prueba que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la prueba la salida, para que podáis soportarla. 1 Corintios 10:1-13
En la ciudad de Santa Barbara, en California, hay una calle con un nombre curioso: «Salsipuedes». Cuando se le dio nombre a la calle, la zona estaba alrededor de un pantano que a veces se inundaba, y los urbanistas, que hablaban español, apodaron el lugar con una advertencia nada sutil de permanecer alejados.
La Palabra de Dios nos advierte que no nos acerquemos a la «senda equivocada» de pecado y tentación: «Déjala, no pases por ella; apártate de ella, pasa de largo» (Proverbios 4:15). Pero la Escritura no dice simplemente «sal si puedes». Nos ofrece seguridad y nos indica a dónde ir: «Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar» (1 Corintios 10:13).
La promesa de que Dios no permitirá que seamos tentados más allá de lo que podemos soportar es un recordatorio alentador. Si acudimos a Él cuando somos tentados, sabemos que nos ayudará a descubrir la salida.
La Biblia afirma que Jesús puede «compadecerse de nuestras debilidades». Sin embargo, «fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15). Jesús sabe cómo salir de cada tentación. ¡Nos mostrará el camino si corremos a Él!

Gracias, Señor, por ser fiel y darme una salida a cualquier tentación que enfrente.
Dios promete ayudarnos cuando somos tentados.