Hace
muchos años, en Navidad, un conferenciante ateo recorría las campiñas y
sembraba la duda entre los sembradores. Lo hacía tratando de probar que es poco
razonable creer en Dios y considerar que la Biblia es su palabra.
Una noche muy
fría, el conferenciante, creyéndose dueño de la situación ante cierto número de
personas, lanzó un desafío al Dios Todopoderoso, exclamando:
-¡Si
hay un Dios, que se revele a sí mismo y me quite la vida en este instante! Como
no sucedía nada, se dirigió a sus oyentes y añadió: ¡Lo ven! ¡No hay Dios!

Yo
creo en Jesucristo hace muchos años, y precisamente llegando estas fechas
navideñas todos los que en Él creemos, recordamos que vino a nacer a este mundo
para darnos la salvación de la vida eterna. Quiero decirle que me regocijo en
la salvación que Él me dio, y aunque inculta, he aprendido a leer un poquito y
hallo gran gozo en la lectura de la Biblia. Dígame, por favor, si he perdido algo.
La
concurrencia esperaba ansiosamente la respuesta. El incrédulo pensó durante
varios minutos y finalmente respondió: -Pues, señora, usted no habrá perdido absolutamente nada.
-Caballero,
continuó la campesina, usted ha sido muy amable al responder a mi pregunta. Pero
permítame formularle otra. Cuando llegue la hora de su muerte, si usted
descubre que la Biblia dice la verdad; que hay un Dios; que Jesús es el Hijo de
Dios; que existe el cielo y también el infierno...; dígame, señor, ¿qué habrá
perdido usted?
Inmediatamente,
la concurrencia, de un salto, se puso en pie y aclamó a la campesina. El
conferenciante no halló ninguna respuesta.