Todos hemos cometidos pecados que nunca hemos confesado, pecados que nos avergüenza haber cometido, pecados que en ocasiones se vuelven una piedra en el zapato que no nos deja tranquilos, pecados que nos incomodan y que necesitamos confesar.
Y a veces, además de ocultar esos pecados a la gente que amamos o respetamos, también “los queremos ocultar a Dios”, es decir, que muchas veces ni siquiera hemos pedido perdón a Dios por lo que sabemos que no fue correcto.
Pensamos que Dios es como las personas; ilusamente creemos que si nadie se dio cuenta del pecado que cometimos, tampoco Dios lo tomará en cuenta. Creemos que con ocultárselo a la gente ya es bastante, que es la solución, y a veces, incluso ni siquiera sentimos la necesidad de pedir perdón a Dios por eso que hicimos.
¿Cuántos pecados no confesados tenemos en nuestra vida? ¿Cuántos pecados que nunca le hemos pedido perdón a Dios hemos cometido? ¿Cuántos pecados que ni siquiera hemos contado a Dios hemos realizado?
Cuando nosotros no confesamos los pecados a Dios, cuando se los “ocultamos” como solemos ocultárselos a la gente, lo único que hacemos es dañarnos a nosotros mismos, lo que hacemos es debilitarnos, porque un pecado no confesado en alguien que de verdad ama a Dios es un obstáculo para caminar, y el enemigo estará allí para acusarte cada vez más, para hacerte sentir indigno de Dios, un hipócrita, un caso perdido.