Una mañana caminaba apresuradamente de la mano de mi abuela. Yo no sabía hacia dónde nos dirigíamos, simplemente caminaba, bueno, más bien trotaba para mantener el paso al lado de ella.
El rostro de mi abuela parecía angustiado y preocupado. A través de sus gafas se podía ver una mirada perdida y ensimismada en sus pensamientos; por fin hizo un alto sobre la calzada. Carmen Argüello, después de algunos minutos, se animó a preguntar a dos señoras que estaban hablando casi junto a nosotros; no recuerdo bien lo que preguntó, pero una de las señoras le dio la información muy detallada, y mi abuela se lo agradeció y remató con dos dichos populares que se quedaron grabados en mi cabeza.
“En tierra de ciegos, el tuerto es el rey”, y “el que persevera alcanza”. Después oí estos mismos refranes muchas veces, pero nunca alcanzaron tanta importancia como aquel día. Subimos a un autobús y pudimos encontrar sitio para sentarnos, mi abuela me acomodó pegado a la ventana y ella en el pasillo. Después de un rato le pregunté a dónde íbamos, y como respuesta recibí un abrazo y me acurrucó en sus piernas; yo comencé a dormitar pues el calor y el vaivén del autobús se convirtió en un suave arrullo.
Una de las veces que abrí los ojos, pude ver como una lágrima escurría sobre las mejillas de mi abuela. No comenté nada, llegamos a la terminal del recorrido, bajamos del autobús y comenzamos a caminar. Mi abuela parecía muy segura del camino a seguir, y algunas manzanas después llegamos a un edificio. Subimos las escaleras y tocamos a la puerta de un apartamento; al abrirse la puerta apareció mi tía, que con un fuerte grito de MAMÁ abrazó a mi abuela y cerrando la puerta, se dirigieron a una de las habitaciones. Yo no sabía qué sucedía y acercándome al "corralito" de mi prima jugué con ella; no sé cuánto tiempo pasó ni qué fue lo que hablaron mi tía y mi abuela, pero debió haber pasado mucho tiempo porque al salir mi abuela comentó: vámonos porque ya es muy tarde y no he preparado nada para comer. Me levanté rápidamente, abracé a mi tía y salimos del apartamento, pero antes que mi tía cerrara la puerta mi abuela gritó: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”, y apresuró el paso. Al igual que los otros dos refranes, éste también quedó firmemente apegado a mis recuerdos. Pasados algunos meses, mis abuelos recibieron una llamada telefónica y comentaron que se iban. Solo Dios sabe cómo será su vida, solo sé que fue de las pocas veces que vi a mis abuelos abrazarse y darse consuelo el uno al otro. Yo quería saber quién les había hablado, quién se iba, el caso es que el fin de semana siguiente mi tía llegó con unas cajas a la casa de mis abuelos. Muy feliz, les decía que estaría en contacto con ellos, que los visitaría cada vez que tuviera vacaciones y que estaba segura que les iría muy bien en el lugar donde ahora vivirían. Mi abuelo abrazó muy fuerte a mi prima, apretó los cachetes de mi primo que aún era un bebé, se despidió de mi tía al igual que mi abuela, y ésta, con lágrimas escurriendo sobre sus mejillas y quitándose las gafas, abrazó a mi tía y le dijo nuevamente “NO HAY PEOR CIEGO QUE EL QUE NO QUIERE VER”
Este refrán impactó mi vida, venía a mi mente una y otra vez. Junto con los otros dos imaginaba un grupo de personas ciegas dando tumbos, caminando sin rumbo y llenos de desesperación tratando de encontrar algo o a alguien que los pudiera guiar; imaginaba ver aparecer a un hombre con un parche en un ojo tomando el control de ese grupo de ciegos, dictaminando el camino a seguir para poder salir. No sé por qué en mi imaginación, ese grupo de ciegos y su “rey” tuerto estaban buscando una salida hacia un lugar mejor donde ya no sufrieran, pero no podían encontrar ningún camino que los llevara a ser libres.
Pasaron algunos años y pude entender el significado de esos refranes que tanto tiempo estuvieron en mi interior. Cuando estudiaba la secundaria me premiaron con un reconocimiento a la perseverancia, fui llamado a la sala de maestros y allí, tras una breve ceremonia, me entregaron la medalla a la perseverancia.
Recuerdo muy bien las palabras de mi tutor cuando dijo ser el primero en haber recomendado al alumno que tan inquieto, física e intelectualmente, había tenido que supervisar de manera personal. Reconocía mi perseverancia y tenacidad al proponerme algo; el maestro de física y química estrechó mi mano y me dijo con voz fuerte: “demostraste pese a que aseguráramos que tú jamás podrías volar, tu tenacidad y constancia, valores que hicieron de ti un abejorro, un vivo ejemplo para todos”. Al salir de allí, tras los aplausos y felicitaciones de mis directores y maestros, me sentí lleno de orgullo y entendí el significado del dicho de mi abuela. Ella literalmente dijo “El que persevera alcanza”.
Siendo constante, y no escuchando los malos consejos y las opiniones contrarias de los que desean que fracases, permaneciendo firme en tu objetivo, siempre podrás volar. Jesucristo dijo: “…Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pueden pedir lo que quieran, ¡y les será concedido!..” (Juan 15:7 NTV),... eso es perseverar contra viento y marea, permanecer pegado a Él.