lunes, 2 de julio de 2018

Un mensaje desde el fondo de mi corazón

¡Sí, yo sé lo que es sentir un dolor muy profundo! Sé lo que es sentir la enfermedad instalarse en el cuerpo, luchar y pensar que no lo resistirás. No piensen que porque predico la palabra de Dios y trato de hacer su voluntad, mi vida es un jardín de rosas sin espinas. Así como ustedes, también me toca enfrentar mis luchas y conquistar mis batallas. Pero hoy he recordado algo que tengo que recordarte a ti también. Porque eso que estás pasando y que parece una herida de muerte, mañana será solo una cicatriz y más aún, se convertirá en el trofeo que te recuerde que superaste la prueba que se te presentó porque Dios estuvo muy cerquita de ti. Este trofeo te recordará lo que es ver la gloria de Dios descender sobre tu vida.
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No puedo evitar pensar en todos esos hombres y mujeres que la Biblia menciona. Ellos atravesaron el dolor, sintieron muchas veces deseos de morir y de borrarse del mapa; pero a la vez, sentían el fuego y la pasión arder en sus corazones. El amor profundo que sentían hacia Dios los motivaba a caminar y caminar, porque sabían, al igual que Pablo, que ellos no habían sido diseñados por Dios para retroceder.
Cumplir con el propósito y la misión que Dios tenía para sus vidas era más importante que sus propios deseos personales. Era, para ellos, más importante cumplir el sueño de Dios que dejarse llevar por la corriente mundana. Aunque el enemigo los atacaba una y otra vez, aunque muchas veces eran señalados y les daban la espalda hasta las personas que ellos menos pensaban, tenían claro que si Dios los respaldaba e iba al frente de ellos, harían proezas en su nombre. Mientras más pruebas y tribulaciones enfrentaban, más gloria de Dios descendía sobre sus vidas y sobre las personas que los rodeaban. Hasta sus enemigos tenían que bajar sus cabezas, al ver el respaldo de Dios que nunca los dejaba en vergüenza. El combate era a muerte, y ellos estaban dispuestos a dejarlo todo a cambio de que el nombre de Dios fuera conocido y exaltado.

Viviendo en Conflicto

Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que está en mí.
Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí, pues según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro! Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado. Romanos 7.18-25
Una verdad que es muy cierta y no acabamos de entenderla es que somos esclavos, mejor dicho, podemos ser esclavos del pecado, o bien tomar la mejor elección que es convertirnos en esclavos de Cristo Jesús y su doctrina, que no es otra cosa que convertirnos al evangelio y alcanzar las promesas que Dios, a través de su Hijo, le hizo a la humanidad, que es obtener la salvación, el perdón y la vida eterna. 
El apóstol Pablo en el libro escrito al pueblo romano nos revela el gran conflicto que libraba en su interior en contra del pecado; una lucha entre la carne y la mente (entre lo físico y lo espiritual), constante y difícil para él como ser humano. El apóstol reconocía su naturaleza humana (pecaminosa) y la debilidad carnal que lo incitaba a pecar, convirtiéndolo de esta manera en un esclavo; sin embargo, su interior le indicaba que no era correcto lo que su cuerpo deseaba ya que lo guiaba a caer en pecado y volverse un ser cautivo del mal.
Esta misma lucha que libraba el apóstol 2000 años atrás aproximadamente, es la misma que libramos todos los seres humanos hoy día, sean conversos o no, porque nuestra propia naturaleza humana, que es pecaminosa, muchas veces nos invita a pecar, ya sea por medio de una palabra (mentira, insulto o una blasfemia), con la mirada, con el pensamiento, con una acción o una actitud. Mucha gente piensa que pecar solamente es a través de la carne (el sexo en todas sus manifestaciones), pero no es así ya que el pecado se presenta de muchas formas; por ejemplo: una persona que codicia lo que otro tiene, o bien, la que es envidiosa, la que murmura de otra persona, la que es rencillosa, la persona chismosa, la que es egoísta, el avaro, el despilfarrador, en fin hay un sinnúmero de formas manifiestas del pecado. Como ser humano cada día sostienes una batalla en tu interior por tratar de no fallar a los tuyos o a ti mismo y, en el caso de que ya conozcas el evangelio, de no fallarle a Dios que es lo más importante. La mente tiene un poder incomparable en el hombre, ya que a través de ella puedes alcanzar la cima del éxito en todo lo que emprendas, o puede ser que te lleve al mismo abismo de la derrota o el fracaso. ¡Cuántas veces te has preguntado si lo que estás haciendo es correcto o incorrecto, si vale la pena intentarlo o no, si te animas a correr un riesgo, o bien mejor permanecer donde y como estás! Es entonces cuando comienza tu lucha o el conflicto en tu interior, es entonces cuando vienen los siguientes cuestionamientos ¿lo hago o no lo hago?, ¿lo tomo o lo dejo?, ¿lo acepto o lo rechazo? Esa lucha interna es la que manifiesta el apóstol Pablo en su carta a los romanos, y es la misma que en un momento dado también tú presentas entre tu carne y tu espíritu, donde tu carne (tu cuerpo) te impulsa a hacerlo, y tu mente o tu conciencia te grita ¡NO LO HAGAS! ¡Qué difícil resulta manejar el libre albedrío! Sobre todo aquellos que aún no conocen de Cristo Jesús, del poder de su palabra, de las promesas y del gran amor que Él tiene hacia nosotros. Por eso el apóstol Pablo en los versos 24 y 25 declara ¡Soy un pobre desgraciado! ¿Quién me libertará de esta vida dominada por el pecado y la muerte¡GRACIAS A DIOS! La respuesta está en JESUCRISTO NUESTRO SEÑOR.

¿Qué has hecho con tus dones?

Conocemos por dones aquellos regalos especiales de Dios hacia sus hijos, véase capacidades especiales, vocaciones o facilidades para desempeñar una labor dentro o fuera de la iglesia, pero siempre con un mismo fin, servirle y compartir con los demás algo de lo que por bendición hemos recibido.
Cada persona, sin excepción, es poseedora de dones sin ni siquiera darse cuenta, y a pesar que a veces creemos que Dios solo les da dones o privilegios a las mejores personas, a las “casi perfectas”, o a los que llevan muchos años en su camino, lo cierto es que Él nos los da conforme a su voluntad, y también espera que nosotros mismos luchemos por descubrirlos.
Es decir, Dios es quien decide los dones que deposita en cada persona, y más allá de las limitaciones que puedan existir, si Él ha decidido otorgar ese don, es porque también se encargará de poner los medios adecuados para que se pueda desarrollar. Una persona no elige por sí sola qué es lo que quiere hacer; a veces sin darnos cuenta y sin planearlo nos encontramos sirviendo a Dios en algún área que jamás imaginamos, mientras que otras veces deseamos estar en el lugar de alguien haciendo lo mismo que él, simplemente porque nos gustaría hacerlo, pero pasamos por alto lo que Dios quiere que hagamos.
Otras veces pasamos mucho tiempo deseando hacer algo remoto y nos olvidamos de lo que tenemos a nuestro alcance, es decir, nos fijamos más en lo que no tenemos que en lo que tenemos, y comenzamos a desaprovechar nuestro tiempo y nuestras capacidades. Inconscientemente olvidamos que a Dios no le interesa cuánto hagamos en cantidad, sino la disposición de nuestro corazón de obedecer a lo que Él nos pide hacer.