“Pero tú me sacaste del vientre materno; me hiciste reposar confiado en el regazo de mi madre. Fui puesto a tu cuidado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre mi Dios eres tú. No te alejes de mí, porque la angustia está cerca y no hay nadie que me ayude”.
Salmo 22:9-11
Este salmo escrito por David, aunque expresa mucho de lo que estaba sintiendo cuando lo escribía, es un salmo mesiánico en el que se relatan los padecimientos que pasaría Jesucristo al morir en la cruz y los sentimientos que experimentaría.
El salmista comienza expresando su angustia, tristeza y la lejanía que siente de Dios ante los problemas que está afrontando. ¿Por qué me has desamparado? –es su primera interrogante. ¿Por qué no me escuchas si clamo a ti día y noche? Eso le daba vueltas en la cabeza una y otra vez. Igual como muchas veces nosotros también nos sentimos y pensamos cuando atravesamos el desierto.
Pero después de expresar eso, David comienza a recordar y relatar las grandezas que Dios había hecho en medio de su familia y en su pueblo. Dios había dado pruebas suficientes de que había estado con sus padres y aquella nación. Es entonces cuando él reclama para sí esas promesas. Porque precisamente en todas esas promesas que están escritas en la Biblia, es donde nuestra fe se incrementa y también donde acudimos ante el Padre a pedirle que nos auxilie, que así como estuvo con otros, esté también con nosotros.