El hombre, en su inmensa arrogancia, abriga junto a la ciencia su terquedad de
corazón.
Somos hechos a imagen y semejanza de nuestro Padre, pero recuerden,
hermanos, que somos una copia imperfecta y finita de algo inconmensurable,
infinito, inigualable, y sin embargo, intrascendental por nuestra parte.
Son precisamente las cualidades del Padre las que anhelan los hombres, con
su espíritu rebelde. Quieren sus cualidades, sí, pero no cumplen sus
mandamientos.
Queremos llegar a la inmortalidad matando, llegar a la sabiduría ocultando,
llegar a los cielos aunque para ello tengamos que quemar la tierra. Este
es el camino por donde anda transitando una gran parte de nuestros
congéneres.
Vemos y valoramos, en esta época, cómo la ciencia es el arma
empleada por los hombres, pero la ciencia aniquila, disminuye, empobrece,
resta. Aquí nada es dado a cambio de nada, todo tiene un precio, pero
el día que el hombre acepte la palabra del Padre, cuando la historia
sea consumada, cuando sea la hora del fin de las cosas, aquellos que
prevalecerán, serán los que han andado por el camino recto sin
sentarse a descansar aunque sus pies estén agrietados; prevalecerán los que así hayan
sido. Verán, reconocerán, admirarán, y entonces dirán: la Gloria de Dios
es abundante, compensadora y suficiente, fuera de ella todo carece de
fundamento.
El Padre Celestial creó al hombre y a la mujer para que multiplicaran la
humanidad, la más preciada de sus obras, para que se multiplicaran en número al amparo de su Gloria por toda la eternidad. Este fue y sigue siendo el
objetivo del Padre para nosotros.
¡Oh padre tan misericordioso, tan
magnánimo!, que creas pero creas con libertad, que no pides nada a cambio de la
vida que das, no pides nada por los dones que regalas, el bien solo en el bien
se sustenta.