domingo, 27 de octubre de 2019

¿Qué es la paz de Dios?

Se dice que hay una paz que no es de este mundo. ¿Cómo la podemos reconocer? ¿Cómo se puede encontrar? Y una vez que se encuentra, ¿cómo se puede conservar? Consideremos cada una de estas preguntas por separado, ya que cada una refleja un paso diferente en el camino.
Examinemos la primera: -¿cómo se puede reconocer la paz de Dios? La paz de Dios se reconoce al principio solo por una cosa: desde cualquier punto de vista, es una experiencia radicalmente distinta de cualquier experiencia previa. No trae a la mente nada que haya sucedido antes. No evoca nada que se pueda asociar con el pasado. Es algo completamente nuevo. Verdaderamente debería haber un contraste entre esta experiencia y cualquier otra del pasado. Pero curiosamente, no es éste un contraste que esté basado en diferencias reales. Es decir, el pasado sencillamente se desvanece, y la quietud eterna pasa a ocupar su lugar. Eso es todo. El contraste que se debía haber percibido al principio, sencillamente ya no está, desapareció. La quietud se ha extendido para cubrirlo todo.
-¿Cómo se encuentra esta quietud? Nadie que busque únicamente sus condiciones deja de encontrarla. Pero ¡ojo!, la paz de Dios no puede hacer acto de presencia allí donde hay ira, pues la ira niega forzosamente la existencia de paz. Todo aquel, que de alguna manera o en cualquier circunstancia, considere que la ira está justificada, proclama que la paz es una insensatez, y no podrá creer que ésta existe. En estas condiciones no se puede hallar la paz de Dios. El perdón es, por lo tanto, la condición indispensable para hallarla. Más aún, donde hay perdón tiene que haber paz. Pues, ¿qué otra cosa sino el ataque conduce a la guerra? ¿Y qué otra cosa sino la paz es lo opuesto a la guerra? Vemos entonces, que el contraste del inicio resalta de una manera clara y evidente. Cuando se halla la paz la guerra deja de tener sentido. Y ahora es el conflicto el que se percibe como inexistente e irreal.
-¿Cómo se conserva la paz de Dios una vez encontrada? Si la ira retorna, en la forma que sea, el pesado telón volverá a caer una vez más, y la creencia de que no es posible que haya paz inevitablemente regresará. La guerra se volverá a aceptar una vez más como la única realidad, y ahora tendrás que blandir tu espada nuevamente, aunque no te hayas dado cuenta de que ya la habías depuesto. Pero al recordar, aunque solo sea vagamente, cuán feliz eras sin la guerra, te darás cuenta de que debiste haberla vuelto a blandir para defenderte. Detente entonces, solo un momento, y piensa en lo siguiente: ¿prefieres el conflicto o la paz de Dios sería una opción mejor? Una mente tranquila no es un regalo baladí. ¿Cuál te aporta más? ¿No es preferible vivir a elegir la muerte?

El creyente y el perdón

No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Lucas 6;37
El mensaje central del evangelio es el perdón y la redención redundante en la salvación del hombre. Es lo más maravilloso que existe, podemos saber que tenemos perdón y salvación y estar confiados en ello. 
Resultado de imagen de El creyente y el perdónComo creyentes, el mensaje de evangelización que llevamos al que no conoce a Dios es: Dios perdona, no importa cuán perdido estés Él te perdona y te restaura. No tenemos ningún problema en ofrecer gracia y perdón a cualquiera, pero suele pasar que cuando nosotros mismos como creyentes somos los necesitados de perdón, parece que el perdón se vuelve condicionado y a veces inexistente.
Hay una gran verdad, ser llamados “hijos de Dios” es un gran privilegio y al mismo tiempo una gran responsabilidad, pues somos responsables de representar al Reino y eso es una tarea delicada e importante.
Y como hijos de Dios, estamos sujetos a estándares más altos que los demás. La gente espera de un creyente lo que no esperan de otros, especialmente si este creyente está en una posición de liderazgo o de poder. Recuerda, al que se le da más se le demanda más.
Ahora bien, nuestra responsabilidad es vigilar cómo caminamos por la vida. Efesios 4:22 nos dice: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos”.
No podemos escudarnos tras la excusa de “soy humano y todos fallamos”, ya que una cosa es “caer en pecado” y otra muy diferente es “persistir en el pecado”, (Romanos 6:1-2). Cuando persistimos en ello, nos convertimos en abusadores de la gracia y misericordia, y no existe un buen final para este modo de vida.
Sin embargo, cuando hemos caído en un error o un pecado y debemos hacer uso de la gracia y misericordia de Dios, aquella gracia tan grande y sublime que ofrecemos libremente a quien se nos atraviesa por el camino, esa gracia que perdona desde una “mentira blanca” hasta un asesinato, cuando nos llega el turno de hacer uso de esta misma gracia y misericordia... simplemente no tenemos la capacidad de aceptarla. La culpa que sentimos y la falta de perdón nos impiden acogernos al regazo del perdón de Dios. ¿Por qué? Porque nosotros mismos sentimos que se nos hace difícil otorgar perdón a otros.

El que calma las tormentas

Pero en seguida Jesús les habló, diciendo: ¡Tened ánimo; soy yo, no temáis! Mateo 14;27.
Santiago me compartía, exaltado, sobre algunos problemas que tenía con su grupo de trabajo: división, actitudes acusadoras y malentendidos. Después de escuchar con paciencia durante una hora, sugerí: "Preguntémosle a Jesús qué querría que hiciéramos en esta situación". Quedamos en silencio durante cinco minutos. Entonces ocurrió algo asombroso: ambos sentimos que la paz de Dios nos cubría como un manto. Ya más relajados por su presencia y guía, volvimos a hablar tranquilos sobre aquellas dificultades.
Pedro, uno de los discípulos de Jesús, necesitó la presencia consoladora de Dios. Una noche, mientras navegaba con los otros discípulos por el Mar de Galilea, se desencadenó una tormenta. Repentinamente, ¡Jesús apareció caminando sobre el agua! Ante la sorpresa de ellos, Él los tranquilizó: «¡Tened ánimo; soy yo, no temáis!» (Mateo 14:27). Impulsándose, Pedro le preguntó a Jesús si podía unirse a Él. Puso un pie fuera de la barca y caminó hacia Jesús. Pero poco después, se distrajo y se concienció del peligro y la incapacidad humana ante esa circunstancia, y empezó a hundirse. Clamó: «¡Señor, sálvame!» (versos 30-31).
Como Pedro, nosotros también podemos aprender que Jesús, el Hijo de Dios, ¡está con nosotros aun en las tormentas de la vida!
Señor, gracias porque tienes poder
para calmar las tormentas de mi vida.