La adversidad, la aflicción y la decepción son por lo general, los medios que Dios emplea para aumentar nuestra fe y agrandar nuestra comprensión de su soberanía. Y en esta vida nunca dejaremos de tener tribulaciones porque vivimos en un mundo caído en el mal.
Para los creyentes del primer siglo la vida no fue diferente. La iglesia en su nacimiento tuvo mucha adversidad; pero creció y rehusó desanimarse aunque las circunstancias eran adversas. Nada ni nadie, ni siquiera un emperador romano fuera de sí, podían detener su crecimiento. La razón era que los creyentes de la iglesia primitiva tenían “una esperanza viva” (1 Pedro 1:3).
Comprendían muy bien quiénes eran, espiritualmente hablando, y a quién servían. No tenían su corazón puesto en las cosas que estaban sucediendo, sino en el Señor Jesucristo, “el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2). El mundo los rechazó y parecían gente sin hogar, pero Dios los recibió como hijos amados y herederos de su reino. ¿Cómo llegó la adversidad hasta ellos? Una vez que Cristo fue crucificado, las autoridades romanas y judías dieron un suspiro de alivio, porque creyeron que habían terminado con un bando político más. Pero cuando la noticia de la resurrección de Cristo empezó a difundirse por toda Jerusalén, los líderes religiosos y gubernamentales se afanaron en destruir la Iglesia. Su objetivo era evitar que el cristianismo se propagara. Los creyentes sufrieron, entonces, persecución y muchos dieron su vida por la fe.
Nerón culpaba a los cristianos de cualquier disturbio que había. Por último, ordenó que fueran expulsados de Jerusalén, lo cual hizo que se esparcieran por todo el norte de Asia Menor. Eran creyentes sin hogar que, al igual que el Israel de antaño, fueron esparcidos por todo el mundo.
La primera epístola de Pedro tenía el propósito de infundirles esperanza y ánimo en medio de una situación desesperante, y es como si estuviera hablándonos a nosotros. No pasó por alto la situación tan difícil en que se encontraban esos creyentes. Comprendió su aflicción e hizo todo lo posible para que comprendieran el fin de su fe, que era la salvación de sus almas (1 Pedro 1:9).
Aquellos creyentes no lo sabían, pero Dios los estaba poniendo en una situación por medio de la cual iban a cumplir la Gran Comisión. El Señor les había ordenado que llevaran el Evangelio por todo el mundo. Pero se habían quedado en su ambiente conocido: Jerusalén y el templo.
Lo conocido nos hace sentir seguros, pero Dios rara vez deja que nos quedemos en esa clase de ambiente por mucho tiempo. Su plan es aumentar nuestra fe y hacernos madurar para poder manifestar su poder, su gracia y su amor a otros. Pero la adversidad invade nuestro estado emocional con sentimientos de inseguridad y temor. Si en los momentos difíciles y tensos no tenemos nuestro corazón puesto en el Señor Jesucristo, es muy posible que tengamos que afrontar una tormenta espiritual.
Incluso después de que el Espíritu Santo descendió, la iglesia del primer siglo se quedó en Jerusalén. Mas el Evangelio se fue propagando como resultado de la persecución que sobrevino a la iglesia. Dios no causó la persecución de su pueblo, sino que se valió de la adversidad para fortalecer el corazón de los creyentes, y propagar el testimonio de su amor eterno y perdón para el mundo perdido. Cuando aquellos creyentes salieron de Jerusalén, su amor por Jesucristo y su Evangelio iba con ellos.
Dios ha prometido dar gloria en lugar de ceniza (Isaías 61:3). Él toma nuestras aflicciones y las convierte en bendiciones.
La manera en que afrontamos las pruebas de la vida muestra el nivel de nuestra fe. El apóstol Pedro escribe: “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:6-7).
Posiblemente, Dios nunca nos explique todas las razones de nuestras aflicciones, pero ha prometido hacer que todas las cosas nos ayuden para bien y sean para su gloria (Romanos 8:28). Por eso podemos confiar en Él, sabiendo que sus pensamientos son mayores que nuestros pensamientos y que tiene un propósito, inclusive para nuestras aflicciones.
Dios tiene una vida llena de bendiciones para cada uno de nosotros. Pero no todas ellas vendrán como resultado de enfrentarnos a las aflicciones con la actitud correcta. El gozo y la esperanza también son resultados naturales de la vida abundante. ¿Cómo debe usted prepararse para las pruebas que le vendrán? Hay cinco pasos: