Es increíble la capacidad del ser humano para esgrimir toda clase de excusas con tal de justificar su falta de compromiso.
Somos especialistas en la autodefensa, y muchas veces somos indulgentes con nosotros mismos en cosas que no estamos dispuestos a tolerar en otros.
Es una habilidad ingeniosa para disimular una presunta debilidad, que muchas veces va de la mano de la primera imagen que tenemos como carta de presentación.
Sin embargo, la vida siempre nos presenta oportunidades, cruza nuestro camino con personas y circunstancias que nos ofrecen genuinamente su afecto y su ayuda, pero nos hemos malacostumbrado a usar múltiples caminos para decir que no.
Estrechamos manos, pero los corazones se encuentran a mucha distancia del apretón. Cada día usamos más palabras cuyo significado es realmente profundo, pero nuestra actitud de vida no las respalda, son solo frases bonitas pero huecas.
Hablando sobre las excusas que tenemos los hombres ante Dios, Jesús habló a los discípulos ilustrando su tema con una parábola, como fue su costumbre para enseñar; y les refirió la llamada “Parábola de la gran cena” (Lucas 14:15-24), la cual narra cómo un hombre que había convidado a varios de sus amigos a comer en su casa, al estar todo listo y viendo que ninguno de ellos había llegado, les manda a llamar diciéndoles que todo estaba preparado. ¡Que la cena estaba servida!
Pero, cada uno de sus amigos da una excusa valedera por la cual no puede asistir a la invitación. Entonces el anfitrión, padre de familia, como lo llaman las Sagradas Escrituras, envía a su siervo a ir a la ciudad a buscar por las plazas a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos. Luego, al ver que aún había puesto para más personas lo envía por segunda vez; pues su anhelo era tener su casa llena. Termina la parábola con estas palabras del anfitrión: Os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados gustará de mi cena.