En estos días me encontré con Lola, una señora de esas que forman parte de los recuerdos de nuestra infancia y que, al reaparecer en nuestras vidas, nos traen memorias que durante años parecían haberse desvanecido en el subconsciente.
La Lola que conocí cuando era niña, es ahora octogenaria. Al verla, recordé lo que siempre me había impresionado acerca de ella: nunca la vi quejarse ante lo que, para muchos, pareciera ser una lista innumerable de situaciones adversas a lo largo de sus vidas. Recordé que, durante los muchos años que llevo conociéndola, la vi atravesar muchas experiencias duras y traumáticas, entre las cuales destacan las pérdidas de su esposo, de su madre, de sus dos hijos mayores, y ya en edad adulta y recientemente, de su nieto a los 21 años.
“El Señor sabe”, siempre fue la expresión conque Lola se enfrentó a todas sus crisis. De alguna manera, esta sencilla frase resumía, tanto su manera de sentir, como de consolarse en medio del dolor y la angustia que la adversidad le traían.
De niña, nunca pude comprenderla cuando murmuraba suavemente esa frase. La veía muy tranquila y llena de paz, al afrontar aquellas difíciles situaciones; era como si con aquella corta frase comunicase lo que, como persona sencilla, tal vez su lengua no podía: “Nada puedo hacer ante lo que me sucede; pero Dios, que todo lo sabe y todo lo puede, guiará mis pasos. Nunca me dejará estrellarme contra el suelo; Él siempre me sostendrá”.
Recuerdo su rostro, al mismo tiempo melancólico y feliz, al volvernos a encontrar después de tantos años: ella, con su paso lento y yo,...más madura. Finalmente pude comprenderla, al haberme enfrentado a problemas que parecieron en un momento, ir más allá de mis fuerzas, y haber aprendido a refugiarme, por la fe, en Dios. Había empleado unos cuantos años llegar a comprenderlo y hacerlo. Pero ahora yo también podía decir, junto con mi amiga y hermana Lola: “El Señor sabe…”