domingo, 19 de abril de 2015

Orgullo y Alegría

“Sí, ustedes son nuestro orgullo y alegría.” 1 Tesalonisenses 2.20
Decir que orgullo y alegría son sentimientos enfrentados constituye una posible equivocación.
A primera vista, leyendo este pasaje como una sola frase, cosa que nunca se debe hacer con la Biblia, uno puede pensar que Pablo estaba hablando en forma genérica de Dios, pero no es así. Él está hablándole a la iglesia de Tesalónica, llamándoles su “orgullo y alegría”. Esta frase es una que se espera hacia Dios, ¿pero hacia una persona o un grupo de personas?
Esto habla significativamente, de la manera en que Pablo veía a los que le rodeaban. 
¿Cómo ves tú a los que te rodean?
Es normal que hoy en día veamos a los que nos rodean como nuestro enemigo. Ver como normal que tengamos que pelear constantemente, por el lugar que nos merecemos en la humanidad. Siempre estamos unos contra los otros, peleando y buscando una posición. Sintiendo que nadie cuidará de nosotros, tenemos que hacerlo nosotros mismos, y así construimos paredes alrededor de nuestros corazones temerosos. Esto nos deja separados de aquellos, enojados hacia los que nos rodean.
Eso sí, los mantenemos lo necesariamente cerca para no estar en un total aislamiento físico, pero también lo suficientemente lejos para sentirnos seguros.
Si así lo ves, los demás no podrán llegar a ser tu orgullo y alegría, ni siquiera tu cónyuge o tus hijos.

Llévenme al Cementerio

Un sabio maestro se encontró frente a un grupo de jóvenes estudiantes que se declaraban en contra del matrimonio. Los muchachos argumentaban que el romanticismo constituye el verdadero sustento de las parejas y que es preferible acabar con la relación cuando éste se apaga, en lugar de entrar a la hueca monotonía del matrimonio.
El maestro les escuchó con atención y después les relató un testimonio personal:
– Mis padres vivieron 55 años casados. Una mañana mi mamá bajaba las escaleras para prepararle a papá el desayuno, cuando sufrió un infarto y cayó. Mi padre la alcanzó, la levantó como pudo y casi a rastras, la subió a la camioneta. A toda velocidad condujo hasta el hospital mientras su corazón se despedazaba en una profunda agonía. Cuando llegó, desgraciadamente, ella ya había fallecido.
Durante el sepelio, mi padre no habló, su mirada estaba perdida. Casi no lloró. Esa noche sus hijos nos reunimos con él. En un ambiente de dolor y nostalgia recordamos hermosas anécdotas. Él pidió a mi hermano teólogo que dijera alguna reflexión sobre la muerte y la eternidad. Mi hermano comenzó a hablar de la vida después de la muerte. Mi padre escuchaba con gran atención cuando de pronto, dijo “llévenme al cementerio”.
“Papá” , respondimos: ¡Son las 11 de la noche! No podemos ir al cementerio ahora! Alzó la voz y con una mirada vidriosa, dijo: “No discutan conmigo por favor, no discutan con el hombre que acaba de perder a la que fue su esposa 55 años”. Se produjo un momento de respetuoso silencio. No discutimos más. Fuimos al cementerio, pedimos permiso al velador y con una linterna, llegamos a la lápida.
Mi padre la acarició, oró y nos dijo, mientras veíamos la escena conmovidos:
“Fueron 55 buenos años…¿saben? ¡Nadie puede decir que sabe del amor verdadero si no tiene idea de lo que es compartir la vida con una mujer así!. Hizo una pausa y se limpió la cara. Ella y yo estuvimos juntos en todo, en las alegrías y en las penas. Cuando nacieron ustedes, cuando me echaron de mi trabajo, cuando ustedes enfermaban,... continuó: Siempre estuvimos juntos. Compartimos la alegría de ver a nuestros hijos terminar sus carreras, lloramos uno al lado del otro la partida de seres queridos, rezamos juntos en la sala de espera de muchos hospitales, nos apoyamos en el dolor, nos abrazamos y perdonamos nuestras faltas… Hijos, ahora se ha ido y estoy contento, ¿saben por qué?, porque se fue antes que yo, no tuvo que vivir la agonía y el dolor de enterrarme, de quedarse sola después de mi partida. Seré yo quien pase por eso, y le doy gracias a Dios. La amo tanto que no me hubiera gustado que sufriera…”

Vida fragante

… lo que enviasteis; olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios. Filipenses 4:18).  Lectura: Filipenses 4:10-20
Estoy agradecido de que Dios me haya dado el sentido del olfato para disfrutar de las fragancias de la vida. Pienso en cuánto me gusta algo tan sencillo como el aroma refrescante y atractivo de la loción para después de afeitar, o el agradable olor del césped recién cortado en primavera. En especial, me encanta sentarme en el patio de mi casa, cuando el delicado perfume de mis rosas favoritas inunda el aire. Y, por supuesto, también está el sabroso aroma de una comida deliciosa.
Por eso, llama la atención que el apóstol Pablo señala que nuestros actos generosos de amor son como un olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios (Filipenses 4:18). Cuando pensamos en ayudar a los necesitados, solemos considerarlo una acción correcta, como algo que Cristo haría. Sin embargo, Pablo afirma que nuestros actos intencionados de suplir la necesidad de alguien, inundan el trono de Dios con una fragancia que a Él le agrada.
Podemos deleitar al Señor con las fragancias de ser una bendición para los demás. ¡Qué incentivo agregado nos resulta esto de realizar obras de bondad en su nombre!
¿Quién podría necesitar hoy tus actos bondadosos? Pídele a Dios que te guíe hacia esa persona. Sé una bendición. ¡Es una obra fragante!

Procastinando (evitando) cambios

La procrastinación es la conducta de evitar o aplazar sin fecha definida, reiteradamente, a conciencia o inconscientemente, lo que se percibe como desagradable, incómodo y/o difícil. En más de alguna ocasión, te debes haber encontrado a las puertas de realizar alguna actividad que posee las características antes mencionadas y te has demorado mucho tiempo en comenzarla.
No es difícil recordar mis tiempos de estudiante cuando tenía que preparar extensas evaluaciones un domingo por la tarde. Comenzaba quejándome de lo mucho que tenía que leer, y cuando el sol entraba por mi ventana era aún peor, porque pensaba en todas las actividades al exterior que podría estar realizando y que, obviamente, eran mucho más divertidas que sentarme a leer. Luego continuaba ordenando alguna sección de mi armario ropero, tirando papeles antiguos o pintándome las uñas, acciones para evitar el estudio. Incluso en el momento mismo del estudio, comenzaba a completar mi agenda con las evaluaciones pendientes, o lo que debía realizar el lunes. En consecuencia, procrastinaba toda mi sesión de estudio porque ésta me resultaba desagradable, muy desagradable.
Procrastinando cambios
Pero no sólo en tareas como estas podemos procrastinar; también podemos hacerlo en nuestros propios procesos de cambio. Si hay alguien que debe conocer bien como somos, somos nosotros mismos. Bien o mal, vivimos toda la vida con nosotros mismos, por tanto accedemos a información confidencial que incluso nuestros propios padres desconocen y que tampoco les revelaremos. 
En este conocimiento profundo que tenemos de nosotros mismos, sabemos que hay cosas que debemos cambiar para tener la clase de vida que queremos y ser la clase de persona que queremos ser. Cuando nos enfrentamos a estas cosas o situaciones que tenemos que cambiar, nos resistimos a hacerlo, los evitamos a toda costa porque “soy así”, “el Señor me hizo así”, “mi papá también era así”, “el que me quiera me tendrá que aceptar así” y una serie de supuestos que sacan más de una vergüenza escucharlas. En este proceso, entre que nos damos cuenta de los cambios necesarios y no los hacemos, estamos procrastinado el cambio. Nos resulta incómodo, desagradable y/o difícil el hacerlo por lo que lo evitamos de manera activa o pasiva.

Una terca decisión

No hay nada que se pueda comparar a la grandeza del amor que Dios nos ofrece por medio de su Hijo Jesucristo. Después de haber experimentado ese amor es imposible querer apartarse de Su presencia.
Podremos lograr los sueños más anhelados, tener aquello por lo que una vez tanto nos esforzamos, estar rodeados de las personas que más amamos, sentir que llegamos al nivel más alto del éxito y la satisfacción que conlleva,... todo; sin embargo, nada de esto nos puede dar la plenitud y el gozo que solamente en Cristo Jesús se puede vivir.
decision terca
Si Dios nos ha permitido comprender, aunque sea solo un poquito, cuán inexplicable es la misericordia que nos da después de tantas faltas que contra Él hemos cometido, sería absurdo anhelar estar en un lugar distinto a su presencia, o querer estar con alguien, antes que con Él, que nunca podrá ofrecernos lo que Él nos da, por su inagotable amor y bendita fidelidad.
Roguemos a Dios para que jamás permita que nos apartemos de su gloria, para que cada día nos conceda su favor, para aferrarnos más y más a Él, para que nos regale la dicha de ser guiados e instruidos por su divino consejo, y para que sus mandatos sean grabados por su Santo Espíritu, en lo más profundo de nuestro corazón. Para los que vivimos por fe, sabemos que sin Cristo nuestra vida carece de sentido y nada valdría la pena si llegáramos a apartarnos de Él.
Sería una terca decisión pretender reemplazar lo que Dios nos ha regalado, por aquello que nada vale, por los deleites de este mundo, o por las pasiones desenfrenadas de nuestra carne. Dios nos guarde y nos favorezca con su sabiduría para resistir a la tentación, y nos dé el carácter y la firmeza para apartarnos del mal. Con nuestras fuerzas es imposible lograrlo, necesitamos a Cristo, a su Santo Espíritu; por lo tanto, debemos reafirmarnos cada vez más, en su divina palabra, y esperar que su gracia nos alcance, y que dichos propósitos puedan cumplirse a cabalidad.