Primero le enterraron en la iglesia de Garrison, en Potsdam, Alemania, junto a su padre Federico Guillermo. De ahí, en la época de la Segunda Guerra Mundial, le sacaron y le llevaron al refugio secreto del Mariscal Herman Goering. De ese lugar le trasladaron a una mina de sal en Turingia, Alemania Oriental, a casi cinco mil metros bajo la superficie de la tierra.
De ahí le llevaron a una iglesia en el pueblo de Marburgo, en Alemania Occidental. Y por fin, en agosto de 1991, después de doscientos cinco años de haber muerto, el cuerpo de Federico I, el Grande, rey de Prusia, fue sepultado donde él quería: en los jardines de su palacio de verano, en la ciudad de Potsdam.
Toda esa odisea nos lleva a preguntarnos: ¿Tiene realmente, alguna importancia el lugar donde a uno le entierran?
Los grandes de este mundo dan tanta importancia al lugar donde van a vivir, como al lugar donde serán enterrados. Piensan que las personas de ilustre cuna, como ellos, deben ser sepultadas en lugares de grandeza y renombre, igual que donde viven.