Hace algunos años entré a trabajar al puerto. Un hombre, de proceder muy arrogante, fue una de las primeras personas que conocí. Era alguien al que todos le tenían un cierto temor porque era muy soberbio; siendo un compañero más le gustaba avergonzar a sus compañeros exponiendo sus fallos delante de sus jefes, lo cual le valió la antipatía de todos. Sin embargo, la vida da muchas vueltas, y la empresa donde él trabajaba estaba prácticamente en quiebra, y tuvo que trabajar por día, ser eventual, empezar desde abajo. Esto no es lo extraño, lo raro fue un día escucharle decir que él había sido toda su vida un buen hombre y que no sabía por qué le pasaba lo que le pasaba. Recuerdo haberlo mirado, yo apenas era un jovencito, vi el rostro derrotado de un hombre de casi 60 años, y recuerdo haberme apiadado de él y callarme, como todos, lo que opinaba realmente. En la vida podemos hacer lo que queramos, menos evitar las consecuencias.
En medio de un contexto de crisis social determinada por la falta de un auténtico liderazgo en la sociedad, Dios envía el siguiente telegrama:
Isaías 3:10. Díganle al justo que le irá bien, pues gozará del fruto de sus acciones.
Aunque las escenas externas sean desalentadoras (no hay apoyo, ni sustento, ni provisión de pan, ni provisión de agua; no hay valiente, ni guerrero, juez, ni profeta; la ciudad se tambalea y se derrumba, hay una ambiente pernicioso, sin disimulo haciendo lo malo), se le envía un mensaje a la gente justa: Tranquilos a ustedes les va a ir bien. No es un mensaje para todos, una situación semejante conlleva sus consecuencias… pero Dios ha determinado que al justo le irá bien.
¿Por qué? Porque sembró acciones correctas, porque obedeció a Dios, porque fue piadoso para el desvalido, porque rehusó comportarse incorrectamente, porque pagó un precio por hacer lo justo, por eso Dios no va a dejar que sean avergonzados. Siendo niño me enseñaron a cantar:
Sembraré la simiente preciosa
del glorioso Evangelio de amor.
Sembraré, sembraré mientras viva,
dejaré el resultado al Señor.