“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”
(Juan 3:16-17)
Hace más de cuarenta años aconteció la última misión de alunizaje de la NASA. A bordo de la aeronave espacial Apolo XVII viajaban el comandante Eugene Cernan, el piloto del módulo de mando Ronald E. Evans y el piloto del módulo lunar y geólogo Harrison H. Schmitt. La estancia de unas 74 horas sobre el satélite pasó según lo previsto. Se recogieron muestras de rocas, se midió la temperatura, se colocaron instrumentos científicos para monitorizar desde la tierra la atmósfera lunar y sólo quedaba volver a casa. La misión se había completado. Según el protocolo de la NASA, el comandante de la misión sería el primero en bajar y el último en subir. Así pues, cuando Eugene Cernan pisó por última vez la superficie lunar, escribió junto a esa última pisada las siguientes letras, "T D C". Como en la atmósfera lunar no hay viento ni lluvia, la huella estará allí para siempre y también las letras, las letras iniciales de un nombre, "Teresa Dawn Cernan", la hija del astronauta.
Me gusta esta historia, también me gusta otra historia, muy parecida en algunos aspectos. Sucedió hace más de dos mil años. Desde el infinito cielo Jesucristo Dios vino y visitó la Tierra, caminó por ella, juntó seguidores a los que llamó discípulos, dejó su mensaje en corazones hambrientos de la verdad, murió, resucitó, y se fue, volvió de regreso al cielo. La historia en sí misma es extraordinaria, pero nada tan alucinante como el final, como la última huella, aquella donde todo sería consumado. No quedaron unas siglas con caligrafía a fuego, pero Dios Padre hizo mucho más que eso, entregó a su Hijo, y ese hecho no se puede borrar. Jesucristo Dios dejó su trazo estampado en sangre para que el mundo recuerde que estuvo aquí, que se interesa por nosotros.