La niña salió de casa y se sentó en una piedra en la parte alta de la estancia. Era una bella noche estrellada. Puso su cabecita entre sus rodillas mientras las rodeaba con sus brazos. Gruesos lagrimones caían de sus ojos.
Estaba sumida en la más profunda de las tristezas. No había consuelo posible para el intenso dolor que laceraba su joven corazoncito. La pérdida de su madre además de dejar un vacío imposible de llenar, había trastocado toda su vida.
Hoy cambiaba amigos, colegios de categoría, viajes por el mundo, por vivir con su padre en una zona rural del país. Su padre la amaba profundamente, pero su vida había dado un giro trascendental. Una semana antes disfrutaba de las luces nocturnas de una gran ciudad. Hoy estaba bajo una hermosa vía láctea vista desde la inmensidad del campo en la noche… pero su almita estaba quebrantada. Sus ojos cerrados y apretados.
“Abre tus ojos”, le susurró un ángel mientras tiernamente tocaba su hombro. Sobresaltada, se incorporó pero no vio a nadie. Puesta de pie y con sus ojitos muy abiertos y aún llenos de lágrimas, miró hacia el cielo.
El espectáculo increíble que ofrecía, visto desde el campo, era un cielo profusamente estrellado como nunca en sus jóvenes once años había visto, que pareció infundir nueva vida a su almita quebrantada. “En esa estrella está mi mamá”, pensó. “¡Y cómo brilla! ¡Me parece que me está mirando!”