¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Romanos 8:31.
Si no tienes ni idea de las fuerzas espirituales adversas que ejercen presión sobre ti, y sin soltarte, se agarran a ti, como la gravedad que tira hacia abajo el peso de tu estructura física, o si tú inadvertidamente, las descartas de la ecuación final de la vida, caerás en una de las varias trampas tendidas contra ti, por el que odia tu alma. No hallarás ni la más mínima solución para contrarrestar la condenación de ti mismo, y mucho menos para librar a otras personas de lo que los tiene destrozados. Si, por otro lado, cada adversidad de tu vida la atribuyes a fuerzas que están más allá de tu control, y piensas que no puedes hacer nada, caes en otras redes: autodefensa, inmadurez irresponsable e impotencia espiritual.
Y nuestra cultura tiene una definición incompleta e inadecuada de la maldad. Básicamente tendemos a pensar en ella en términos extremos: asesinos en serie, rituales satánicos grotescos o timadores que hacen de los ancianos su presa. Pero la maldad se exhibe de muchas otras formas, sin llamar la atención o inmortalizarse. Por ejemplo, el cáncer es parte de la maldad. También lo es la amargura. Hasta las pequeñas observaciones “chistosas” que critican y son cortantes, son parte de la maldad.
La maldad puede ser obvia, como un temperamento violento, como la envidia o como la lástima de sí mismo... La Biblia retrata la maldad no como una característica sacada de una película de horror: espantosa, llena de imágenes de suspense o terror, de cuartos oscuros y de criaturas salvajes escurriendo sangre que acechan a los seres humanos. No, así es como Hollywood engaña al mundo.