¡Crea en mí, Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí! Salmo 51: 10
Cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra. «La verdadera luz, la que ilumina a toda la humanidad, estaba llegando al mundo» (Juan 1: 9, LPH), mostrándonos los más ocultos recovecos del alma, que así nos son puestos de manifiesto. La convicción se posesiona de la mente y del corazón, y el pecador reconoce entonces la justicia del Señor, y siente terror de aparecer su iniquidad e impureza delante del que escudriña los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza, y ansía ser purificado y restituido a la comunión con el cielo.
La oración de David después de su caída ilustra la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento fue sincero y profundo. No se esforzó por atenuar su culpa, y su oración no fue inspirada por el deseo de escapar al juicio que lo amenazaba. David veía la enormidad de su transgresión y la contaminación de su alma, y aborrecía su pecado. Así que no solo pidió perdón, sino también que su corazón fuera purificado. Deseaba ardientemente el gozo de la santidad y ser restituido a la armonía y la comunión con DIOS.