Antes de entregarle mi vida a Jesucristo e iniciar con Él una relación, tenía supuestamente amigos, amigos estos que de una u otra manera ocupaban un lugar muy especial en mi corazón, pero de repente todo cambió; aquellos que pensaba que eran mis amigos me dieron la espalda, me rechazaron y algunos hasta se avergonzaron de mí por haber tomado la decisión de hacer de mi vida algo diferente al lado del Señor. No fue fácil despertar de esta triste realidad, pero Jesús me abrió los ojos y me mostró que solo en Él era en quien podía confiar, me enseñó que todas las personas que forman parte de mi vida en algún momento me pueden defraudar, pero que puedo estar segura de que Él nunca lo hará.
De todos los supuestos amigos que yo pensaba que tenía, ninguno se relaciona conmigo en este momento, demostrándome con su actitud que realmente nunca me quisieron y que solo teníamos una amistad de conveniencia, condicionada a lo que podía ofrecerles y a lo que representaba en el contexto social en el que con ellos me desenvolvía. Lo positivo de esta experiencia, es que he podido comprender realmente el significado de la palabra amistad, pues Jesús me ha revelado que un verdadero amigo primeramente es un hijo de Dios, porque solo los hijos de Dios pueden amar verdaderamente a las personas que se encuentran a su alrededor. ¡Claro! Ya lo entendía, cómo podía esperar amor de aquellos a los que yo misma buscaba agradar todo el tiempo, si yo antes no era una hija de Dios, si antes yo no tenía a Cristo Jesús en mi corazón, y entonces..., ¿qué podía esperar?; comprendí que yo tampoco los amaba verdaderamente, que la amistad que tenía con ellos era simplemente un acto de formalismo y compañerismo, una amistad basada en lo superficial del momento, en lo trivial que ofrece la sociedad y la cultura en la que estamos inmersos; por lo tanto, no podía esperar algo distinto, porque yo no era diferente a ellos.