La tropa avanzaba paso a paso. La selva estaba espesa y húmeda, el suelo lleno de barro y el peligro acechaba en cada metro del sendero.
En eso Lewis B. Puller, teniente del ejército estadounidense que peleaba en Vietnam, pisó una trampa explosiva. Para todo soldado que hablaba inglés, era literalmente una “trampa cazabobos”. La explosión no le mató, pero le mutiló las dos piernas y parte de las manos.
Las guerras de este mundo siguen cobrando sus víctimas, aún después de pasados muchos años. El Teniente Puller, hijo del General Puller, el hombre más condecorado de la marina estadounidense, parecía ser un triunfador. Se sobrepuso a la pérdida de sus piernas, vivió veintiséis años con su esposa y escribió, con éxito, su autobiografía, pero la psicosis de la guerra le tenía marcado.
Puller se sumergió en el alcohol. Esto provocó problemas en su matrimonio acelerando la separación de su esposa. La herida psicológica de Vietnam, que nunca sanó, terminó destruyéndole.
Hay heridas del alma peores que las del cuerpo. Muchos hombres lisiados de gravedad han podido sobrevivir, recuperarse e incluso ser felices. Pero Puller cayó víctima de otra herida. Allí, en el fondo de su alma, hubo siempre una úlcera, una llaga abierta que continuamente preguntaba: ¿Por qué tuvo que pasarme a mí?