El barco había naufragado y el único superviviente llegó a una isla deshabitada y muy lejana. Este hombre pasaba las horas orando a Dios con mucha fuerza, y le pedía que lo rescatara de allí.
Cansado y triste de la situación, empezó a construir una pequeña choza con ramas y hojas para poder protegerse y guardar las pocas posesiones que tenía. Pero un día, al regresar después de buscar comida, encontró que la pequeña choza se estaba quemando y un humo inmenso subía hacia el cielo.
Muy angustiado y furioso, le gritó a Dios:
-“¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste quitarme lo poco que tenía?”
Desconsolado y cansado de gritar y llorar, se quedó dormido sobre la arena.
Al día siguiente, muy temprano por la mañana, lo despertó el sonido de un barco que se acercaba a la isla. Habían venido a rescatarlo.
Muy desconcertado el hombre, cuando vio a los marineros les dijo:
-“¿Cómo sabían que yo estaba aquí?”
-Ellos le contestaron:
-“Vimos las señales de humo que hiciste”.
Esto recuerda una de las historias más trágicas de la Biblia: la situación que vivió Job, quien había perdido todo lo que tenía incluidos sus diez hijos. Le apareció un cáncer en la piel, gusanos en el cuerpo, no podía respirar, vivió en un basurero rascándose con un pedazo de jarrón... Satanás le tiró todos los misiles juntos, toda la artillería junta.
Pero la gente se confunde cuando piensa que Dios es el que les manda la enfermedad, la muerte y todo tipo de aflicciones. Tenemos aflicciones porque vivimos en un mundo caído, de pecado. Jesús dijo: “en el mundo tendréis aflicción”, no dijo: “yo te mandaré aflicciones”; al contrario; Él dijo: “confíen en mí que yo ya las vencí, y ustedes también podrán vencerlas”. Las promesas son “las raíces” que nos mantienen en pie.
Siempre que leamos la Biblia tenemos que pensar en qué tiempo, lugar y momento se escribió la historia. Cuando pasó todo esto con Job, Jesús no había venido aún a la tierra, por eso Satanás entraba al cielo y aún se daba “el lujo” de conversar con Dios. Pero eso fue antes.
Cuando vino Jesús, puso las cosas en su lugar, hizo el único sacrificio que era agradable delante de su Padre, murió, resucitó y se convirtió en nuestro abogado. Por eso cada que vez que el diablo, el acusador de los hermanos, se presenta para hablarles mal de nosotros, para lastimarnos o dañarnos, el Señor “lo atiende en la puerta” y le dice: “un momentito, éste es mi hijo, y yo soy su Abogado Defensor”. Pero eso sí, asegúrate que eres un hijo de Dios.