domingo, 15 de junio de 2014

Mi confesión, mi libertad

Gabriel era un muchacho al que le gustaba jugar al fútbol. Un día después de su entrenamiento, llegó a su casa un poco triste porque no había podido anotar ni un solo gol. Cuando entró en su casa, pateó con furia la pelota buscando descargar su frustración, pero para completar el mal día, la pelota terminó destrozando la maceta favorita de su madre.
El joven se asustó tanto que fue a esconder los pedazos de la maceta, limpió todo y se fue a cenar. Lo que Gabriel no sabía era que su hermana lo había visto todo.
Después de cenar surgió la idea de ir a comer helado, pero alguien se tenía que quedar a lavar los platos que habían usado. Verónica, la hermana de Gabriel levantó la voz y dijo: yo voy porque quiero comer helado, además mi hermano me dijo que hoy se quedaría a lavar los platos, y después de esa afirmación, se acercó a la oreja de su hermano y le dijo en voz baja: recuerda la maceta. El muchacho sólo pudo afirmar con la cabeza y se quedó en casa.
Al día siguiente Verónica debía podar el césped del patio pero, cuando desayunaban, dijo que se iría a otro lugar con sus amigos, ya que su hermano se había ofrecido muy amablemente a ayudarla; otra vez se acercó al oído de Gabriel y le dijo: recuerda la maceta. El muchacho aceptó nuevamente hacer el trabajo.
De esta manera los días pasaron, y Gabriel se quedaba haciendo las tareas que le correspondían a su hermana, pero un día ya no aguantó más; se armó de valor y fue a confesarles a sus papás, todo lo que había pasado, en vez de esconderlo.
En el momento de su confesión, se acercaron a Gabriel y le abrazaron diciendo: ya sabíamos todo pues lo vimos desde la ventana, lo que nos preguntábamos era hasta cuando permitirías que tu hermana te tuviera como esclavo.

El valor de la conducta

Su nombre era Pablo. Tenía el cabello desaliñado, vestía una camiseta agujereada y pantalones desflecados. Éste fue casi exclusivamente su vestuario durante sus cuatro años de universidad. Era brillante, un poco místico y muy, muy inteligente. Se convirtió a Cristo mientras asistía a la universidad. Frente al campus universitario se encuentra ubicada una iglesia conservadora, de gente bien vestida. Ellos desean desarrollar un ministerio con los estudiantes, pero no están seguros de cómo hacerlo.
Un día, Pablo decidió asistir a un culto en esa iglesia. Entró con zapatillas, pantalones rotos y el pelo largo. El culto ya había empezado, así que Pablo se encaminó por el pasillo buscando un asiento. La iglesia estaba repleta y no pudo encontrar ninguno. Para entonces, ya la gente se sentía un tanto incómoda, pero nadie dijo nada. Pablo se acercó más y más al púlpito y, cuando se dio cuenta de que no había asientos vacíos, simplemente... se sentó en la alfombra. Aunque esta no dejaría de ser una conducta aceptable en una comunidad universitaria, seguro que nunca había pasado en esa iglesia antes. La gente se puso cada vez más tensa y el ambiente enrarecido por momentos.
En ese instante, el ministro observó que desde la parte de atrás del templo, un diácono se dirigía lentamente hacia donde estaba Pablo. El diácono estaba en sus ochenta años, tenía el pelo grisáceo y llevaba puesto un traje con chaleco. Era un hombre de Dios, elegante, digno y muy apropiado en sus maneras. Caminaba con un bastón en dirección al muchacho. Todos se decían a sí mismos, que no podrían culparle por lo que estaba a punto de hacer. No era de esperar que un hombre de su edad y trasfondo, comprendiera que un universitario moderno se sentara en el suelo. El caso es que, le tomó al hombre bastante tiempo llegar al frente. La iglesia estaba en un silencio total, excepto por el sonido del bastón del anciano, y todos los ojos estaban puestos sobre él, ni siquiera se podía oír a nadie respirar. El ministro no comenzó su mensaje, esperó hasta que el diácono hiciera lo que iba a hacer.
De pronto, observó que el anciano dejó caer su bastón al suelo. Con gran dificultad, se agachó, se sentó junto a Pablo y adoró a Dios a su lado, para que no se sintiera solo. Todos se sintieron profundamente emocionados. Cuando el ministro recobró el habla, dijo: “lo que voy a predicar ahora, ustedes quizá nunca lo recordarán. Pero lo que acaban de ver, seguro que nunca lo olvidarán”.

El peligro de ceder terreno al enemigo

Cierto día, mientras distribuíamos folletos con mensajes sobre el evangelio, nos encontramos con un drama humano sin igual, en medio de la miseria y el mal olor que despedía. El hombre aparentaba más de sesenta años. Cuando un chico de nuestra organización le iba a compartir la Palabra de Salvación, resultó que conocía muchos versículos bíblicos. Al profundizar más en la conversación, resultó que el mendigo había sido pastor.
Nos contó que, cuando su ministerio avanzaba victorioso y cada día evidenciaba más expansión en la ciudad, se dejó seducir por el pecado y cayó en adulterio. Abandonó su familia y el pastoreado para irse tras la mujer que finalmente, también a él le abandonó. Todo salió mal, terminó en desgracia y allí estaba frente a nuestros ojos, arrinconado, sin esperanza, viviendo de recoger desperdicios...
Si nos desprendemos de Dios, vivimos las consecuencias.
Un problema del cristiano hoy en día, es olvidar que, no sólo un día sino siempre y en todo momento, debemos estar asidos de la mano de nuestro Señor Jesucristo. Cuando dejamos de depender de Dios, comienzan las dificultades. Esto fue lo que ocurrió con uno de los reyes más prósperos de Judá. Ezequías había sido bendecido y prosperado por el Señor, pero cuando se separó del Creador, llegaron los problemas.
La Escritura dice que “A los catorce años del rey Ezequías, subió Senaquerib rey de Asiría contra todas las ciudades fortificadas de Judá, y las tomó” (2 Reyes 18:13). El monarca asirio era un gran guerrero. La historia menciona que conquistó gran parte de lo que se conoce como Arabia, Irak, e Irán, entre otros territorios. En aquella época, uno de sus orgullos fue tomar la ciudad judía de Laquis.
No podemos ceder terreno al enemigo...
Hay cristianos que tras servir al Señor, se vuelven atrás y terminan en una vida desperdiciada y pecaminosa. Le dieron espacio a Satanás, cayeron en la tentación de la mundanalidad y pagaron las consecuencias. Igual ocurrió con el rey Ezequías: “Entonces... envió a decir al rey de Asiría que estaba en Laquis: Yo he pecado; apártate de mi, y haré todo lo que me impongas. Y el rey de Asiría impuso a Ezequías rey de Judá, trescientos talentos de plata y treinta talentos de oro” (versículo 14).
Si le abrimos portillos y huecos en el vallado para que entre, el enemigo espiritual tomará ventaja. Es como un luchador tramposo; busca cualquier descuido que tengamos para atacar. Y lo hace. Si jugamos con fuego, nos quemamos. Si queremos participar de los placeres que nos ofrece la sociedad sin dejar de ser cristianos, nos engañamos y corremos el peligro de caer espiritualmente en una vida de fracaso, de la que nos sacó el Señor Jesucristo.

Llamados a estar en el mundo

Una oración específica del Señor Jesús fue que Dios no nos sacara del mundo y nos protegiera del mal. Porque si salimos del mundo negamos nuestra vocación.
Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
 No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal.
 No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Juan 17:14-16

Las palabras del Señor parecen ser, a primera vista, un poco contradictorias. Por un lado afirma que el mundo ha rechazado a sus discípulos, precisamente porque pertenecen a otro reino completamente diferente. La diferencia en estilo de vida, en valores y en compromisos, todo se conjuga para poner en evidencia las faltas de los que están identificados con este presente siglo malo. El resultado es, para los que están en Cristo, conflicto y persecución.
En la siguiente frase, sin embargo, Jesús le pide al Padre exactamente lo opuesto a lo que hubiéramos pedido nosotros: que no los quitase del mundo. Es lo opuesto de lo que, instintivamente, haríamos nosotros, porque creemos siempre que lo mejor que le puede ocurrir a otro, si está dentro de nuestras posibilidades hacerlo, es que le evitemos pasar cualquier momento de dificultad. Dios nos ha bendecido para que seamos de bendición a todos los que Él pone en nuestro camino. 

Siempre - Reflexiones

Siempre hay momentos difíciles y días complicados en nuestra vida. Nos da la impresión de que ciertas cosas no tenían por qué pasar o que algunos proyectos simplemente, no estaban destinados a funcionar.
Siempre nos enfrentaremos a decepciones,... pero también recibiremos muchas bendiciones especiales. Todo lo que se nos pide es que nos elevemos por encima de nuestros infortunios, que los superemos. Para ello,
- Deja que Dios te muestre nuevas formas de encarar viejos problemas.
- Deja que te ofrezca nuevos descubrimientos.
- Deja que los días desplieguen ante ti, nuevas posibilidades que no conocías, nuevos sueños que nunca soñaste, que te regalen las semillas de nuevas ideas que nunca antes sembraste.
- Deja que Dios modere tus convicciones y te muestre todo lo que está oculto detrás de cada escena: la profunda paz del cambio de estaciones, la majestad de lo que significa tener y ser un amigo, la alegría que se descubre al comprender que nunca es tarde para volver a empezar.
- Deja que Dios brinde abundancia a tu alma y a tu corazón.
- Deja que te ayude a alcanzar todo lo que deseas para ser todo lo que eres.
Se trata de una regla muy sencilla: Cuanto más das, más recibes. Y cuanto más lo hagas, más te gustará hacerlo.