“Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca”
(Salmos 34:1)
Desperté esta mañana tarareando un viejo cántico que celebra la grandeza de Dios. Uno de esos himnos que sólo los que nacieron en aquella generación en Cuba pueden recordar, de la manera que hoy lo traje a mi memoria. Con mi modesta voz de barítono con registro de bajo, elevé mi adoración al Señor. Mi esposa y mis hijas me oyeron cantar felizmente: “Con mis labios y mi vida te alabo Señor, te alabo Señor. Porque tú has sido precioso para mí, precioso para mí, precioso para mí. Porque tú has sido precioso para mí, te alabo bendito Señor.” Canciones como esta ayudaban a nuestra fe en tiempos de grandes estrecheces económicas, persecución política y segregación social. Tiempos de grandes batallas y de grandes victorias. Momentos en los que recordar el significado de Dios para nuestras vidas, era vital para sostener nuestras vapuleadas creencias.

“Mi corazón entona la canción, ¡cuán grande es Él, cuán grande es Él!” Un himno sucede al siguiente, una canción evoca a otra, y los recuerdos se acumulan provocando un éxtasis de gratitud. Recuerdos de un Dios que no falla, que ha sostenido a los suyos sin fallar ni una sola ocasión.
Si me dijeran ¡calla!, no podría obedecer. Respondería cantando: “Grande es el gozo que hay en mi alma hoy, pues Jesús conmigo está, y su paz, que ya gozando estoy, por siempre durará.” Si me pidieran que olvidara mi fe, contestaría con denuedo al son de otro viejo himno: “Es Cristo la roca, el ancla de mi fe; los males, lamentos y ayes de temor, terminan por siempre, con mi supremo Rey; es Jesucristo mi refugio”.
Si el mundo, con mordaz arrojo, quisiera robar mi amor o el afecto de los míos por Jesús, yo gritaría: “Firmes y adelante, huestes de la fe, sin temor alguno, que Jesús nos ve”.
Si el mundo, con mordaz arrojo, quisiera robar mi amor o el afecto de los míos por Jesús, yo gritaría: “Firmes y adelante, huestes de la fe, sin temor alguno, que Jesús nos ve”.