"Pocas
cosas se parecen tanto a la muerte como el silencio y este lo sabe. Donde no
hay lugar para las palabras aparece el sinsentido, lo inabordable. Eso que es
imposible de hablar y que se pierde en una oscuridad sin nombre. Es un dolor
mudo y lacerante que se levanta como la última barrera frente a la locura. Por eso
su trabajo (del escritor) lo apasiona, lo seduce.… En cada historia se
despliega una angustia que clama por ser callada. Y, extraña paradoja, la
angustia sólo se silencia con palabras”.
Tiempo
atrás, se conocieron las historias de algunas mujeres que habían sufrido
durante años, maltrato y abuso sexual por parte de sus padres, desde pequeñas.
Hechos, que no obstante haber ocurrido en diferentes y distantes lugares del
mundo, fueron conocidos a través de los medios de prensa, y conmovieron a la
opinión pública.
Las
historias de esas víctimas que durante años estuvieron sometidas al abuso, que
eran esclavas del dolor y del terror, pero sobre todo presas del silencio, nos
sacuden, nos conmueven.
De cada
una de estas historias, emergen al menos, tres denominadores comunes: el
silencio, la angustia, y la maldad, que lejos de discernir entre unos y otros,
hieren tanto a inocentes como a culpables. Un código de silencio envuelve tanto
a víctimas como a victimarios, encerrándolos en un sentimiento de angustia y
desolación, sumergiéndolos en una muerte en vida sin posibilidad de salida.
Los seres
humanos, ante circunstancias adversas, tendemos a crear nuestras propias
tumbas, sentimientos o creencias, y encerrarnos en ellas, sepultando con
nosotros, sueños, ilusiones y proyectos de vida.
Es la
puerta del dolor. Un evento trágico, traumático que, no importa su índole,
produce una herida en lo profundo del alma. Una herida que a su manera, duele,
sangra, no importando de qué lado de la vereda se encuentre -víctima o
victimario-. Un punto de inflexión, una bisagra en la línea del tiempo que
define un antes y un después.