“Por lo tanto, si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer”.
(1 Corintios 10.12 NVI)
Después de todo lo que he tenido que afrontar en la vida, si de algo puedo estar segura es de que Dios me ama. Me puede faltar hasta el aire que respiro, pero sentirlo a mi lado, tanto en los momentos de tormenta como en los de paz absoluta, me hace sentir a salvo.
Cuando las fuerzas me abandonan y me siento desfallecer, Él sale a mi rescate para recordarme que soy valiosa y que, aunque mis lágrimas no me permitan ver con claridad mi presente, si cierro los ojos y le permito tomar el control, podré ver el futuro que me espera a su lado.
Cuando las fuerzas me abandonan y me siento desfallecer, Él sale a mi rescate para recordarme que soy valiosa y que, aunque mis lágrimas no me permitan ver con claridad mi presente, si cierro los ojos y le permito tomar el control, podré ver el futuro que me espera a su lado.
Me considero una cristiana radical en mis convicciones y principios. No soy una persona en extremo religiosa, lo que hablo, escribo y vivo a diario, es el resultado de mi relación personal con mi Salvador. Creo en Él, y no es porque me hayan lavado el cerebro o me hubieran expuesto a electrochoques para lograr manipularme de forma que afirme que mi corazón le pertenece y mi voluntad es la suya; no, simplemente lo hago porque quiero que vea en mí una fuente de orgullo y felicidad.
Soy consciente de que en la carrera absurda de la vida tendré que afrontar muchas más pruebas; pero entre más firme creo que estoy, más oposición encuentro. Sirvo en mi iglesia, escribo para dos portales cristianos, estudio la Biblia a diario, soy estudiante de teología, escucho música de alabanza el 95% de mi tiempo, Dios es mi prioridad número uno y, aunque mi fe es probada, sonrío ante mi familia, mis amigos y conocidos de la iglesia, por temor a ser señalada, juzgada o lo que es peor, anulada por el qué dirán.
“El Señor dice: Yo te instruiré, yo te mostraré el camino que debes seguir; yo te daré consejos y velaré por ti”.
(Salmos 32.8 NVI)
El sufrimiento no te hace indigno delante del Señor, por el contrario, te permite ver su gloria en medio de tus circunstancias difíciles. Jesús lloró, ¿por qué habría Dios de ver tus lágrimas como algo que te deshonre? Por el contrario, nos consuela en todas nuestras tribulaciones, nos restaura, nos hace fuertes, firmes y estables (1 Pedro 5:10 NVI). Por eso, cuanto más dolor tenemos en el corazón, más debemos arrodillarnos y presentarnos delante de Él tal cuál somos, sin engaños, sin máscaras de perfección, porque a Él es imposible mentirle.
Los hombres te fallan, te dan la espalda cuando más lo necesitas; pero el Señor es fiel, y aunque lo ignores y evites escucharlo, Él observa y está atento a sostenerte cuando te tiemblen las piernas y caigas postrado a causa de tu amargura.
Somos egocentristas. Tendemos a creer que el mundo gira en torno nuestro. Que nuestros problemas son demasiado grandes, y le importamos tan poquito a Dios que Él no dedicaría parte de su tiempo a atender nuestras peticiones. Pero si miras a tu alrededor y analizas un poco la vida de quienes te rodean, te darás cuenta que tu historia, sin ser menos importante, tampoco es más grave que la de otros.
¿Quién no se ha tropezado o resbalado alguna vez?; duele, sangra, se hace costra; pero si dejas sanar la herida quedará una cicatriz, que al palparla no dolerá más, y te habrá dejado una enseñanza para que el día de mañana tengas más cuidado y prudencia, al atravesar por esa misma situación.
Recordar es vivir y tú decides en qué ocupas tu mente. Es una elección pensar en lo malo que te sucede, o en lo maravilloso que ha sido Dios contigo al darte vida, salud, amor infinito y concederte su perdón por los errores cometidos. Créeme, solo con tener un día más en tu existencia ya eres un triunfador, porque significa que tienes una oportunidad de demostrarte a ti mismo que puedes superar los límites de lo posible, al dejarle lo imposible a Dios.
“Yo soy el Señor, Dios de toda la humanidad. ¿Hay algo imposible para mí?”
(Jeremías 32.27 NVI)
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