La dureza de corazón nunca trae buenas consecuencias, y aunque temporalmente parece que hemos conseguido nuestro propósito, con el paso del tiempo la razón nos conduce a lo contrario. Nos deja ver que no obtuvimos, en aquel momento, una victoria, sino que hemos fertilizado una raíz de amargura que no nos permite vivir con alegría.
Efectivamente, la dureza de corazón, en el mejor de los casos, nos hace vivir con tristeza por algo que no hemos disuelto con justicia. Pero en los peores casos, nos convierte en un individuo violento y malvado; en una persona que su dureza es tan grande, que le lleva a castigar despiadadamente o, incluso, a cometer un crimen contra alguien inocente.

Aquellos circos romanos, de entonces, en las afueras de los coliseos, me impresionaron grandemente y durante varios años tuve sueños que se convertían en pesadillas, donde yo me veía azotado por esa enardecida y despiadada multitud que tenía un corazón tan duro, que no permitía la entrada de Dios. Cuando llegué a Miami y acepté a Jesucristo como mi Señor, volví a soñar con aquella turba y una vez más me veía acosado por ella. Su corazón estaba tan endurecido que no escuchaban mis explicaciones.
Cuanto más les explicaba que era inocente y que yo no planeaba abandonar el país, menos escuchaban los enloquecidos de la pandilla, y más me acechaban para cumplir con lo que su corazón les dictaba: un castigo, sí, pero injusto hasta la saciedad.