«Porque, si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida». Romanos 5: 10
En el rescate realizado en nuestro favor, nos damos cuenta de la anchura, longitud, altura y profundidad del amor de Dios, apreciamos la plenitud de la salvación que ha sido comprada a un precio infinito, y al apreciar esta realidad, nuestro espíritu se llena de alabanzas y gratitud. Contemplamos la gloria del Señor y somos transformados a su imagen por el Espíritu Santo. Vemos el manto de justicia de Cristo tejido en el telar del cielo, forjado por su obediencia y atribuido al alma arrepentida mediante la fe en Él.
Cuando apreciamos los incomparables encantos de Jesús, el pecado deja de parecernos atractivo; porque contemplamos al Distinguido entre diez mil (ver Cantares 5: 10), a Aquel que es enteramente codiciable (ver Cantares 5: 161). Y entonces comprobamos por experiencia propia el poder del evangelio, cuya vastedad de designio es igualada únicamente por su preciado propósito.
Tenemos un Salvador vivo. No se halla en el sepulcro; resucitó y ascendió al cielo como sustituto y garante de cada alma creyente. «Justificados, pues, por la fe, tenemos Paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5: 1). Somos justificados por los méritos de Jesús, y este hecho da testimonio de la perfección del rescate que se ha pagado a nuestro favor. El hecho de que Cristo fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, es la garantía de la aceptación del pecador arrepentido por parte del Padre. Entonces, ¿nos permitiremos tener la experiencia vacilante de dudar... y creer, creer... y dudar? Jesús es la garantía de nuestra aceptación por parte de Dios. Tenemos el favor de Dios, no porque haya mérito alguno en nosotros, sino por nuestra fe en «el Señor, nuestra justicia» Jeremías 23: 6, LBA).
Estamos completos en Él, «aceptos en el Amado» (Efesios 1: 6), únicamente si permanecemos en Él por fe.
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