Nosotros no lo sabemos todo, pero Dios sí. Y en su sabiduría, nuestro Creador no siempre nos da la respuesta que queremos. Es raro que nos revele la razón específica de las decisiones que toma, sin embargo siempre tiene buenas razones. Por ejemplo, Dios liberó al apóstol Pablo de muchas dificultades, pero al menos en una ocasión no lo hizo a pesar de las súplicas de éste (2 Corintios 12:7-10). En aquella ocasión su respuesta a Pablo fue: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. En este caso, fortalecer un aspecto espiritual de la perspectiva de Pablo o de su carácter, era más importante que su bienestar físico. Este ejemplo debe ayudarnos a entender que la perspectiva de Dios es distinta que la nuestra (Isaías 55:8-9; 2 Pedro 3:8). Algunas veces, Él considera que las lecciones de carácter que necesitamos aprender son más importantes que nuestro bienestar físico y mental. En dichas ocasiones no debemos pensar que Dios no escucha nuestras oraciones, porque sí lo hace. Lo que ocurre es que algunas veces no queremos aceptar su respuesta; respuesta que nos dice “no”, o “no por ahora”, o como en el caso del apóstol Pablo: “Tengo en mente algo mejor para ti”.
Necesitamos ser conscientes de que Dios nos ha prometido no probarnos más allá de lo que podemos resistir (1 Corintios 10:13). Pablo nos dio un ejemplo extraordinario. Simplemente, confió en la sabiduría de Dios y decidió continuar haciendo la labor que Éste lo había llamado a hacer.
Si estamos abrumados por el sufrimiento y Dios no nos lo quita, especialmente cuando las circunstancias se escapan de nuestro control, debemos seguir el sabio consejo que nos
da Pedro: “De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien” (1 Pedro 4:19). Veamos el sufrimiento específico que Pedro tenía en mente: “Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros. . . . Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entremeterse en lo ajeno; pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello” (1 Pedro 4:14-16). Si el sufrimiento de cada persona pudiera ser rastreado hasta la propia transgresión de una ley específica, sería más fácil entenderlo y aceptarlo como una justa consecuencia de ella. Pero es muy raro que sea tan simple. Al darnos libertad de elección, Dios nos ha permitido que aceptemos o rechacemos su guía, que escojamos rebelarnos o someternos, tomar decisiones sabias o decisiones imprudentes. Al hacerlo así, no ha determinado nuestro futuro, porque tenemos libertad.
Tenemos libertad para conducir nuestro automóvil descuidadamente, o después de haber bebido demasiado, libertad para llenar de toxinas nuestro medio ambiente, libertad para comer sin cuidar nuestra salud. Cada uno de nosotros tiene esta libertad, y lo mismo ocurre con todos nuestros semejantes. Todas nuestras acciones, y las de ellos, tienen consecuencias. La libertad para escoger es un regalo maravilloso, pero también nos impone una gran responsabilidad: la de no haber obrado muy bien, como lo puede evidenciar después nuestro mundo doliente. Esto nos permite entender un poco por qué gente inocente, incluso niños, a veces sufren por las decisiones erradas de otros. En esas ocasiones es cuando más necesitamos del amor y el consuelo de Dios, de nuestra familia y de nuestros amigos.
Ninguno de nosotros es inmune a las consecuencias de los actos, sean nuestros o de los demás. Tanto la persona que contrae una enfermedad con un origen indeterminado, como el pequeño niño que nace con una enfermedad congénita, tienen que sufrir por ello, aunque no sea necesariamente, porque hayan hecho algo indebido. Aquellos que resultan heridos o muertos en accidentes o en desastres naturales, con frecuencia son víctimas inocentes. No todo sufrimiento es resultado de la desobediencia personal o de un comportamiento irresponsable de la persona que lo sufre. Incluso en los Diez Mandamientos, Dios nos recuerda que las consecuencias de nuestras acciones equivocadas, pueden afectar a nuestros descendientes por varias generaciones (Éxodo 20:5). Con frecuencia, la causa específica de cierto sufrimiento no puede ser explicada, al menos no en esta vida. Y en esas ocasiones, lo mejor que podemos hacer es explicarlo según el concepto que en la Biblia se menciona como “tiempo y ocasión” (Eclesiastés 9:11). Aunque Dios no es quien causa los accidentes, tampoco se dedica a gobernar la vida de cada ser humano hasta el punto de impedir toda desgracia. Pablo nos dice que “. . . vemos por espejo, oscuramente” (1 Corintios 13:12). En esta vida nunca entenderemos completamente algunas cosas; solo las entenderemos en el mundo venidero.
Debemos pues, darnos cuenta de que el sufrimiento que se produce como resultado del “tiempo y ocasión” no es un sufrimiento sin causa. Tal vez no esté relacionado con un comportamiento específico; no obstante, es consecuencia de uno o más patrones de conducta que la humanidad ha seguido desde la creación.
Por ejemplo, al pecar, Adán escogió apartarse de Dios, y desde entonces el resto de la humanidad ha seguido el mismo camino. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12).
Una de las consecuencias de la decisión que la humanidad tomó de vivir contrariamente a
las instrucciones de Dios, es que el mundo está a merced de los caprichos del “tiempo y ocasión” y de las acciones de otros. Este patrón prevalecerá hasta que Jesucristo regrese a establecer el Reino de Dios en la tierra. Entonces, el mundo entero será lleno del conocimiento de Dios y de sus justas leyes (Isaías 11:9). Finalmente, toda la humanidad podrá vivir en un mundo justo y recto.
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