lunes, 21 de julio de 2014

Una Mañana en el Parque - Reflexiones

Me encontraba sentada ante un ventanal con la vista al parque, mirando como todos los días, a las aves que acuden cada mañana al lago. Esto me fascina, y sobre todo, me deleitaba mirando a los patos y a los gansos deslizarse con una gracia y facilidad tan natural, que parecían bailarines sobre la superficie del agua.
Al contemplar su danza, transmisora de paz y felicidad, hasta notaba cierto aire de despreocupación. Casi sentía que me desafiaban a emular esa misma paz y tranquilidad en medio de este convulsionado mundo. Porque la verdad es que la vida viene envuelta en una maraña de situaciones difíciles y dolorosas, ante las cuales nos preguntamos ¿cómo podemos ser como aquellos patos y gansos sobre el agua?
Estando absorta en esta bonita vista de la naturaleza, fui sacudida de repente, a observar a unos vagabundos que pasaban por un caminito aledaño, con pesos, o mejor dicho, sus posesiones a cuestas. Parecía que les pesaba más la carga de la vida que vivían que el peso de sus posesiones, no muchas.
Se notaba que iban sin ningún destino marcado en sus agendas… no había citas en una oficina a las que acudir. En un banco mas allá, estaba sentado un hombre lleno de canas, con su cabeza entre sus manos, y junto a él, una maleta grande que parecía nueva.
Casi podía oírla preguntarle a su dueño: “¿hacia dónde vamos?” Pienso que aquel hombre no tenía ninguna respuesta.
A ver, cuando uno ve cosas comunes y corrientes, parecen tan repetitivas que no las notamos. Sin embargo, algo diferente me ocurrió esa mañana al contemplar al hombre en el banco.
El caso es que le comenté a mi esposo: “algo en mi interior se ha estremecido al ver a ese hombre; no sé qué es”. Sentía tristeza por el anciano y le pedí a mi esposo que levantásemos una plegaria a Dios, algo que hicimos de inmediato. No creo que jamás sepa qué pasó con él después, pero sé que Dios hizo algo maravilloso.
Lo que nos lleva a colación es que, de los miles de vagabundos que deambulan por las calles de las ciudades sin importarles la estación del año, hay una gran cantidad que se hallan en esa miserable condición porque sus familiares no los estiman ni los aman. Su intrínseca peculiaridad ha llevado a sus familiares a no “perder” el tiempo ni su dinero en seres que se han convertido en una carga. Les ven como personas que ya no aportan nada o como si “no merecieran ayuda alguna”, y son echados de casa.
En nuestra plegaria familiar, le pedíamos al Señor Jesucristo que se hiciera cargo de cada una de estas vidas y que ojalá pudieran llegar a encontrar refugio y calor bajo Sus alas, como seguramente, lo halló el patito que nadaba en fila detrás de su mamá pata. Como dice la Palabra de Dios en Salmos 36:7, “¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo las sombras de tus alas”.


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