Gabriel era un muchacho al que le gustaba jugar al fútbol. Un día después de su entrenamiento, llegó a su casa un poco triste porque no había podido anotar ni un solo gol. Cuando entró en su casa, pateó con furia la pelota buscando descargar su frustración, pero para completar el mal día, la pelota terminó destrozando la maceta favorita de su madre.
El joven se asustó tanto que fue a esconder los pedazos de la maceta, limpió todo y se fue a cenar. Lo que Gabriel no sabía era que su hermana lo había visto todo.
Después de cenar surgió la idea de ir a comer helado, pero alguien se tenía que quedar a lavar los platos que habían usado. Verónica, la hermana de Gabriel levantó la voz y dijo: yo voy porque quiero comer helado, además mi hermano me dijo que hoy se quedaría a lavar los platos, y después de esa afirmación, se acercó a la oreja de su hermano y le dijo en voz baja: recuerda la maceta. El muchacho sólo pudo afirmar con la cabeza y se quedó en casa.
Al día siguiente Verónica debía podar el césped del patio pero, cuando desayunaban, dijo que se iría a otro lugar con sus amigos, ya que su hermano se había ofrecido muy amablemente a ayudarla; otra vez se acercó al oído de Gabriel y le dijo: recuerda la maceta. El muchacho aceptó nuevamente hacer el trabajo.
De esta manera los días pasaron, y Gabriel se quedaba haciendo las tareas que le correspondían a su hermana, pero un día ya no aguantó más; se armó de valor y fue a confesarles a sus papás, todo lo que había pasado, en vez de esconderlo.
En el momento de su confesión, se acercaron a Gabriel y le abrazaron diciendo: ya sabíamos todo pues lo vimos desde la ventana, lo que nos preguntábamos era hasta cuando permitirías que tu hermana te tuviera como esclavo.
Romanos 6:17-18 dice: “Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.”
Muchas personas tienen pecados guardados y, aunque conocen el amor de Dios y forman parte activa de una comunidad de fe, estos pecados sin confesar logran esclavizar a ellas y a cualquiera.
Sea por miedo o por vergüenza, ocultar faltas y errores, se ha convertido en una práctica común. Hoy en día hay muchas personas que no admiten sus culpas; más bien suelen poner pretextos y buscan cualquier forma de salir de sus problemas sin enfrentarse a la responsabilidad de sus actos.
Pero con Dios las cosas son distintas.
Al igual que los papás de Gabriel, Nuestro Padre Celestial sabe todo lo que hicimos. De hecho, la Biblia dice que Él conoce hasta la intención de nuestros corazones; realmente no tenemos donde escondernos de su presencia.
Confiesa tus pecados, no importa cuáles sean. Así estarás dando un paso hacia tu perdón, libertad y restauración.
1 Juan 1:9 “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.”
Dios ya lo sabe todo, y Él te está esperando para darte un abrazo y una nueva oportunidad.
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