domingo, 15 de junio de 2014

El valor de la conducta

Su nombre era Pablo. Tenía el cabello desaliñado, vestía una camiseta agujereada y pantalones desflecados. Éste fue casi exclusivamente su vestuario durante sus cuatro años de universidad. Era brillante, un poco místico y muy, muy inteligente. Se convirtió a Cristo mientras asistía a la universidad. Frente al campus universitario se encuentra ubicada una iglesia conservadora, de gente bien vestida. Ellos desean desarrollar un ministerio con los estudiantes, pero no están seguros de cómo hacerlo.
Un día, Pablo decidió asistir a un culto en esa iglesia. Entró con zapatillas, pantalones rotos y el pelo largo. El culto ya había empezado, así que Pablo se encaminó por el pasillo buscando un asiento. La iglesia estaba repleta y no pudo encontrar ninguno. Para entonces, ya la gente se sentía un tanto incómoda, pero nadie dijo nada. Pablo se acercó más y más al púlpito y, cuando se dio cuenta de que no había asientos vacíos, simplemente... se sentó en la alfombra. Aunque esta no dejaría de ser una conducta aceptable en una comunidad universitaria, seguro que nunca había pasado en esa iglesia antes. La gente se puso cada vez más tensa y el ambiente enrarecido por momentos.
En ese instante, el ministro observó que desde la parte de atrás del templo, un diácono se dirigía lentamente hacia donde estaba Pablo. El diácono estaba en sus ochenta años, tenía el pelo grisáceo y llevaba puesto un traje con chaleco. Era un hombre de Dios, elegante, digno y muy apropiado en sus maneras. Caminaba con un bastón en dirección al muchacho. Todos se decían a sí mismos, que no podrían culparle por lo que estaba a punto de hacer. No era de esperar que un hombre de su edad y trasfondo, comprendiera que un universitario moderno se sentara en el suelo. El caso es que, le tomó al hombre bastante tiempo llegar al frente. La iglesia estaba en un silencio total, excepto por el sonido del bastón del anciano, y todos los ojos estaban puestos sobre él, ni siquiera se podía oír a nadie respirar. El ministro no comenzó su mensaje, esperó hasta que el diácono hiciera lo que iba a hacer.
De pronto, observó que el anciano dejó caer su bastón al suelo. Con gran dificultad, se agachó, se sentó junto a Pablo y adoró a Dios a su lado, para que no se sintiera solo. Todos se sintieron profundamente emocionados. Cuando el ministro recobró el habla, dijo: “lo que voy a predicar ahora, ustedes quizá nunca lo recordarán. Pero lo que acaban de ver, seguro que nunca lo olvidarán”.
Sea un ejemplo en todo. El 89% de lo que la gente aprende proviene de un estímulo visual, el 10% de un estímulo auditivo y el 1% de otros sentidos. ¡Entienden lo que oyen, creen lo que ven! “Las Biblias deberían estar forradas en suela de zapatos”. Es decir, tengamos cuidado de cómo vivimos. Bien podríamos ser la única “Biblia” que se lea.

Predique con su ejemplo. No seremos recordados por nuestras palabras, sino por nuestras acciones. Francisco de Asís dijo: “Predique siempre el evangelio y, si es necesario, use palabras”.
Sea una persona consagrada a Dios. Juan Wesley dijo: “Denme cien personas que no le teman a otra cosa que al pecado y que no posean otra pasión que Cristo; y poco me importará que sean laicos o pastores ordenados. Solamente ellos conseguirán sacudir las puertas del infierno y establecer el reino de los cielos sobre la tierra”.

Sea apasionado en su vida cristiana. “La religión es un plato que debe servirse bien caliente. Una vez que se enfría, produce asco. Nuestro bautismo debe ser en el Espíritu Santo y con fuego, si pretendemos que las multitudes escuchen el evangelio”. 

Sea un cristiano de convicciones firmes. Para causar un impacto en el mundo, deje que Jesús cause un impacto en usted. No haga nada que su conciencia no apruebe. “La buena conciencia sirve de buena almohada”.

Procure dejar el mejor legado. Vivir para el Señor deja una herencia duradera. Las personas que tienen la mira puesta en el cielo, son las que hacen el mayor bien en la tierra. Viva hoy de la manera en que querrá vivir cuando comparezca ante Dios.

“Es evidente que ustedes son una carta de Cristo… escrita no con tinta sino con el Espíritu del Dios viviente; no en tablas de piedra sino… en los corazones” (2º Corintios 3:3).

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