La confianza se desarrolla en el amor, y el amor cristiano es una construcción cristológica. Jesús muestra su amor en su característica humana. Es el Maestro, que ha venido para revelar a Dios. Es el Rey, que ha venido para restablecer la voluntad de Dios, y es nuestro Sacerdote, que ha venido para ofrecer su sacrificio perfecto, que satisface la justicia de Dios. Todos son actos de servicio amoroso. Su enseñanza es dada sin discriminar a los humildes; su ley decreta verdadera libertad, su sacrificio es la entrega de sí mismo.
Un encuentro con el Salvador es comunión con este Cristo. En la comunión restablecida, el hombre se une al Señor en sus propósitos, de la misma manera, que su Señor deberá asumir su real sacerdocio y su propio sacrificio sufrido. El hombre se une no para obtener algo, sino porque, sin haberlo merecido, lo ha obtenido todo.
Y el amor, para tener el carácter de Cristo, es siempre un amor que desciende. Es el rico quien se hace pobre para servir a otros. Es el Señor del universo quien ocupa el lugar del esclavo. De ahí que el creyente, a quien el Señor ha enriquecido con los tesoros eternos, puede amar verdaderamente. Quien no ha conocido al Señor de este modo, es incapaz de amar porque es incapaz de pensar generosamente en los otros. Su religiosidad está centrada en sí mismo. Su generosidad, su religión, no es para descender hasta los humildes, sino para ascender a los tronos de este mundo. Su oración es para torcer la voluntad de Dios, su ofrenda para recibir más a cambio, su ayuno, incluso su propia limosna, son para ser vistos por los hombres. "De cierto, ya tienen su recompensa."
En esta comunión intensa, la confianza se hace más grande. Nuestros corazones se harán confiados delante de Él porque amamos. En la historia de Simón el fariseo y la mujer pecadora, la seguridad y la confianza de Simón provienen de su propia justicia, probablemente de su selecto grupo de amigos, y por último está en su propio creer. La mujer en cambio, está en un lugar hostil, rodeada de sus enemigos; lo que le permite acercarse a Jesús confiadamente, no con su autosuficiencia sino con amor. Juan nos lleva aquí a otro nivel; "este amor a Dios se muestra también en la madurez de la relación". Ya no está sujeta a la incertidumbre del corazón; no nos acercamos como un perro temeroso, a sobresaltos, con el rabo entre las piernas. Y tampoco por crisis de celos o con miedo de abandono.
El dilema de saber si estamos en Cristo, de estar seguro sobre su amor, es una cuestión de saber si se está en la verdad. Para ello, la respuesta de Juan es la siguiente:
Porque amas a Dios a causa de la gracia inmerecida que proviene de la cruz, y porque amas a tu prójimo por la gracia inmerecida que proviene de la cruz, de modo que la inmensidad de ese amor nos ha convertido en agentes de amor. No somos buscadores de agradecimientos, hemos sido llenados de tal modo, que ahora nos sentimos deudores para con todos.
Sin embargo, en los creyentes puede haber condiciones de cierta Depresión Espiritual. Encontramos a alguien que ama a Dios y ama a su prójimo, pero aun así siente una inquietud en su corazón. ¿Y qué sucede si alguien ama a Dios y al prójimo y procura la justicia, pero no se siente salvado por Jesús?
El apóstol Juan no observa tal condición como la ideal para un creyente. Juan no considera que la seguridad del cristiano sea un acto de soberbia (como declara el concilio de Trento), sino un signo de salud espiritual. Es evidente que desea, que la iglesia (la comunidad de los fieles) conozca que ellos le pertenecen a la Verdad y aseguren sus corazones delante de Dios.
Y hay dos situaciones, que pueden presentarse, en cuanto a la seguridad en Cristo:
La primera es que el corazón nos reprenda; según este aspecto, podría darse el caso que la conciencia, iluminada por el Espíritu y la Palabra, revele la condición pecaminosa del ser humano; o también podría ocurrir que los sentimientos de culpa están socavando el gozo del creyente.
Si se tratara de convicción de pecado, proveniente del Espíritu, el apóstol Juan ha explicado previamente, que tal condición reveladora permanece siempre, cuando se está en el camino de la santidad (Si alguno hubiere pecado…), por lo que el mismo Espíritu nos lleva a la confesión y al gozo del perdón.
Y si se trata de sentimientos de culpa, que impidan encontrar verdadero consuelo, se pone de manifiesto un problema de fe. En esta situación el apóstol pide que se considere a Jesús, "mayor es Dios que nuestro corazón"; la salvación no es el resultado de una transacción mercantil o de compra y venta, sino una manifestación de la Gracia superabundante de Dios. Él no solamente ha pagado la cuenta, sino que ha dado más de lo que debíamos. De modo que, ante las reprensiones del corazón está la suprema obra de Cristo en la cruz, y la sabiduría del Señor que conoce todas las cosas.
La segunda situación ocurre cuando nuestro corazón no nos reprende, gracias al consuelo y a la convicción del perdón provenientes del Espíritu, y de la comprensión del evangelio. En este panorama, la ausencia de reprensión no se debe a tener confianza en nuestras propias fuerzas humanas, sino al contrario, en que no confiamos en nosotros mismos, pero sí en Dios, conscientes de que su Gracia nos sostiene, que nos hemos hecho totalmente dependientes de Él, orando, guardando sus mandamientos y haciendo lo que le agrada.
Una vez más, Juan no está pensando en la vida cristiana como grandes listas de "Síes" y "Nos", de síes o nos de acuerdo, sino en la comunión del evangelio; el mandamiento es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y, consecuentemente, que nos amemos unos a otros.
El que guarda sus mandamientos, es decir, el que vive en el evangelio, ve confirmada la voluntad de Dios, reconoce que está en Cristo y reconoce la presencia de su Espíritu. Se ha habituado al uso de sus sentidos de tal modo, que ahora puede reconocer la presencia del Espíritu Santo en su propia vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario