domingo, 30 de marzo de 2014

Ancla segura

La comunión con el Señor, que está sentado en los lugares celestes, nos provee de una firmeza inimaginable.
Hebreos 6:19-20  La cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.
Los que procuran refugiarse en el Señor pueden amarrarse a la confianza que inspiran sus promesas y a la entereza de su carácter. Él cumplirá indefectiblemente lo que se ha propuesto. 
Para ayudarnos a entender el efecto que puede tener esta postura sobre nuestras vidas, emplearemos una alegoría que aparece frecuentemente en las Escrituras: un ancla.
La capacidad de un barco para deslizarse se ve facilitada por el fenómeno de la flotación, especialmente en el agua. La flotación reduce al mínimo la resistencia que experimenta la embarcación. Por esto puede navegar en la dirección que quiera con facilidad, pues no se encuentra con el tipo de obstáculos que, normalmente, aparecerían sobre la tierra: árboles, rocas, ríos, montañas, acantilados y otras manifestaciones de la naturaleza que pueden entorpecer grandemente, el avance hacia un objetivo. 

La misma libertad de movimiento, que tanto facilita el avance del barco en el agua, se vuelve un problema, sin embargo, a la hora de detenerse. No tiene a qué aferrarse, ni tiene modo de evitar ser arrastrado por las corrientes, que son parte del mar. Aunque arríe las velas o apague el motor, continuará deslizándose por el movimiento natural que tiene el agua.
Pero los navegantes han resuelto este problema con la invención del ancla, construida de tal manera, que puede clavarse en la arena o en las rocas del fondo del mar, y provee un punto de fijación que no existe en la superficie. De esta manera, cuando un buque escoge detenerse en un lugar, lo primero que hace la tripulación es dejar caer el ancla. Ésta se arrastrará por el fondo, hasta lograr enterrarse lo suficiente como para sujetar el buque. No importa lo profundo que esté el ancla, porque la cadena es la que une la firmeza del ancla con la libertad del barco y, efectivamente, lo inmoviliza.
Las tempestades terrenales no afectan en lo más mínimo a la serenidad que reina en los lugares celestes.

Es posible que se desate una fuerte tormenta sobre la superficie, con lluvias torrenciales y olas embravecidas. Pero lo que ocurra alrededor del barco no afectará en lo más mínimo la firmeza del ancla, pues la tormenta no penetra en las profundidades del mar. 
Así es el discípulo que ha amarrado su vida a la persona del Sumo Sacerdote y sus incondicionales promesas. El Sumo Sacerdote es inconmovible, una roca firme que ninguna tormenta puede afectar. El discípulo, en cambio, puede encontrarse en medio de burlas, cuestionamientos, pruebas, dudas, desánimo y persecución. Todas estas condiciones podrían disuadirle fácilmente de seguir caminando con Jesús. Una vez que se suelta de la mano de Cristo, queda a la deriva, … zarandeado por las olas y llevado de aquí para allá por todo viento de enseñanza… (Efesios 4.14 – NVI). Pero la confianza imperturbable en Dios es la cadena que le sujeta al ancla, Cristo mismo. Ninguna tormenta logrará desviarle de su cometido: seguir a Jesús donde quiera que vaya.  

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