Cuando estaba en la Universidad tuve que tomar varios cursos de inglés. Reconozco que aunque me encanta, no soy muy bueno con él, sobre todo pronunciándolo. Dos de los cursos para poder graduarse requerían tener que pararse frente a toda la clase y enunciar varias presentaciones de diversos temas sociales. Recuerdo que mi preocupación era grande y los nervios... ¡ni se diga! Hasta de noche tenía pesadillas con la clase.
Llegó el tan esperado día de mi primera presentación en inglés. Tenía todo listo, cuando de camino a la biblioteca, me di una tremenda caída; eran las 7:00 de la mañana y la clase era a las 2:00 de la tarde. Si me iba a mi casa a causa del dolor, que era fuerte, sería un fracaso seguro y perdería mi oportunidad de aprobar. Así que aguanté el dolor y con nervios y todo, me paré frente al alumnado y como pude di mi presentación.
Quien logró entender mi inglés, en él se hizo verdaderamente un milagro. Pero Dios sabe que lo intenté, y cuando terminé pude suspirar aliviado. Lo que yo no sabía era que el mero hecho de haberme parado y hacer mi presentación, hablando un idioma que no era mi fuerte, animó a otros compañeros para que también hicieran sus presentaciones. No lo supe ese día, lo supe un semestre más tarde cuando la profesora leyó en voz alta los trabajos diarios de la clase, sus notas, y lo que todos habíamos aprendido de ellos durante ese semestre.
Esa lección nunca la olvidaré. La llevo grabada conmigo siempre, y en los momentos en que siento que las fuerzas me fallan, recuerdo que peor que fracasar es no intentar hacer nada. Sé que no es fácil, pero tú puedes ser una fuente de inspiración para otras personas con el sólo hecho de no darte por vencido.
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