jueves, 6 de febrero de 2014

Pequeño

“Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios”.
(1 Corintios 15:9)
Le llamaban "Pequeño" aunque impresionó a los más grandes de su tiempo con su arrojo y pasión por evangelizar al mundo. Natural de Tarso, ciudad de Cilicia, actual Turquía. De la tribu de Benjamín y destacado estudiante de Gamaliel, ciudadano romano de corazón y fariseo muy estricto, era llamado antes Saulo, que significa: pedido a Dios. Lucas le describe como un hombre que “respiraba amenazas y muerte” (Hechos 9:1). Era temido por lo que hacía y por lo que de él se decía. Algunos decían que había consentido y visto la muerte de Esteban con la frialdad de un reptil que devora a su presa. Pero todo cambió cuando en su camino a Damasco para dar muerte a los cristianos que allí vivían, tuvo un estremecedor encuentro con Jesús. Ciego y tembloroso escuchó la voz de Dios e hizo todo cuanto Él le indicaba. Días después sería visitado por Ananías, un siervo de Dios que oraría por él para sanidad de su vista, y que le daría directrices concretas de parte de Dios para su ministerio futuro.
Un antes y un después, un cambio radical que le marcaría para siempre y le haría estar agradecido. Dios le comisionó para tareas extraordinarias que le llevarían a experimentar los límites del sufrimiento humano, la tortura, el abandono, el hambre, la soledad y finalmente el martirio. Su nombre fue cambiado dramáticamente, como si pareciera que debía ser distinto hasta en eso. La Biblia no entra en detalles sobre quién le puso el nombre: ¿Dios, él mismo, la iglesia, alguien más?, es uno de esos deliciosos misterios que tendremos que esperar hasta la eternidad. Lo que destaca de él es su mensaje educativo que hacía honor a su propio nombre, una especie de recordatorio de quién era, para que aquello que recibía y hacía no le exaltara desmedidamente. Después de un milagro, una sanidad, un avivamiento, una nueva iglesia, Pablo debía recordar, y así lo hacía, que él era pequeño y Cristo grande. Su propio nombre haría que nunca lo olvidara. Ya sea que se lo pusiera él mismo, o el Señor, el mero hecho de hacerlo (Saulo, pedido a Dios) era un acierto. Siempre es bueno recordar quiénes somos, porque eso nos mantendrá cuerdos en un mundo de excesos y vanidades.
¿Qué le estará pasando a aquellos cristianos que quieren ser todo menos pequeños? Este título (pedido a Dios) no se lee en las contraportadas de los libros, donde se reseña con ampulosas palabras las maestrías y doctorados del noble escritor. La humildad no es atractiva en muchos púlpitos, donde el yo y el histrionismo pretenden vanamente sustituir a la unción. La modestia se ha ido de vacaciones en algunas iglesias y círculos evangélicos, donde sólo se habla de estadísticas y logros. Cristianos que se ufanan, a pesar de que no lo han podido hacer por su cuenta, (ellos no lo consiguieron y presumen), ya que lo han recibido de Dios. Conductas necias provenientes de servidores sin profundidad que han olvidado que son sólo eso, pequeños. Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? (1 Corintios 4:7).
Son nuevos tiempos, dicen, las cosas son así ahora. Pero Eclesiastés no es acorde a ellos,... lo que está pasando, ya ha sido antes. El hombre está todo lo caído que puede estar, eso no cambia. Pero la iglesia, en medio de esta realidad, no puede diluir su esencia y carácter. 
"Ya no se habla de sufrir por el evangelio, sino de prosperar en Cristo". No se enseñan todos los consejos de Dios, sino aquellas partes que son menos duras, menos exigentes, y hemos cambiado santidad por comodidad.
El peligro de la "titulitis" (enfermedad causada por un desproporcionado interés por los títulos) está quitando la salud a quienes, otrora, eran ministros saludables. Hacemos eventos donde gastamos miles y miles de euros en invitados con apellidos extraños y resolvemos poco o nada. ¡Quién nos diera volver a tiempos antes, cuando el Espíritu Santo tenía el protagonismo y hablaba a los presentes sin necesidad de ostentación o lujo! Se intenta mandar un mensaje al mundo para que sepa que somos grandes, y es todo lo contrario a lo que éste necesita escuchar. Es nuestra pequeñez la que sorprende y no nuestras “grandezas”, es nuestra insignificancia la que descoloca a los poderosos, y que estos no pueden contener. Es nuestra sencillez la que revoluciona aquellas comunidades donde servimos con ánimo diligente. Nuestra pequeñez deja al descubierto las virtudes de Cristo, su gloria y omnipotencia; por eso Pablo hizo su trabajo y acabó su carrera con gozo. Pablo sabía cuál era su sitio y lo que tenía que hacer. Él era pequeño y Dios absolutamente infinito y portentoso. 
Y usted, ¿de qué tamaño es?

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