Dios está libre de pecado. No hay ninguna maldad en sus pensamientos, motivos o acciones. Debido a su carácter santo, ama al pecador, pero detesta el pecado.
La santidad del Padre celestial se revela no solo en su pureza moral sino también en su separación del mal. Por su carácter justo, no puede tolerar ni ignorar el pecado. Su justicia requiere que toda transgresión sea pagada, y el único pago aceptable es la muerte (Romanos 6.23).
Solo la fe en Jesucristo cierra la brecha que hay entre el Dios santo y el hombre pecador. El Hijo de Dios, después de haber vivido sin pecar, murió para pagar nuestra deuda del pecado y ofrecernos una manera de relacionarnos con el Dios justo. El Padre celestial, después de haber aceptado el pago del Señor Jesús por el pecado, invita a todas las personas a convertirse en sus hijos.
En primer lugar, debemos reconocer que no podemos perdonar nuestros pecados por nosotros mismos. Por tanto, debemos confesarlos y pedirle al Señor que nos perdone, basados en el hecho de que Cristo pagó totalmente la pena por nuestros pecados, después de sufrir la ira, condena y juicio de Dios en nuestro lugar. Dios nos justifica en el momento que recibimos al Señor Jesús como nuestro Salvador personal, -el Juez de toda la humanidad declara que ya no somos culpables. Él acepta la transferencia de nuestra culpa a su Hijo, quien se presentó como nuestro sustituto.
Perdonados de todos nuestros pecados. Vestidos con la justicia de Jesús. Hechos hijos del Dios santo. Estos son los regalos que el Padre nos da una vez que hemos aceptado al Señor Jesús como nuestro Salvador por la fe en Él. Cuando le damos nuestra vida, Él nos da la suya.
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