sábado, 25 de abril de 2015

Adoración

"Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante del Señor nuestro Hacedor" (Salmo 95:6)
Las primeras palabras que leemos en el Nuevo Testamento, dichas por personas no judías, fueron: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?, porque su estrella hemos visto en el oriente y venimos a adorarle. 
El salmista, cuando escribe las palabras que citamos más arriba, tiene en mente la misma imagen que la de los magos de oriente: la adoración.
La adoración en las Escrituras no se ciñe a un hecho meramente de alabanza como estamos, lamentablemente, confundiendo muchas veces. La adoración sin humillación carece de sentido; pretender adorar al Altísimo de otro modo es hacer cosa vana. 
La adoración debe partir única y exclusivamente, de un corazón arrepentido delante del Padre; lo contrario será, simplemente, un ritual religioso.

Adorar no es solamente cantar; en la humillación a la que se alude, se incluye también la oración: es absurdo hablar de las excelencias de Dios si no establecemos una relación íntima con Él. Podríamos llegar a cantar cosas que van en contra de la Escritura, lo cual es ser auténticamente anatemas.
La adoración también es el estudio de la Palabra; todo tiene un equilibrio, cada cosa en su sitio. No podemos saber cómo hacerla si no tenemos un inicio auténtico; podemos entonar hermosos himnos y expresar públicamente oraciones, pero olvidar la Palabra... NO, es básica.
Podemos pues, brevemente, decir que la adoración es la finalidad a la cual Cristo nos invita cada día; un fin que podemos sintetizar en tres eslabones imposibles de romper y que forman un conjunto: alabanza, oración y estudio bíblico. Todo resultará provechoso si antes hemos hecho como dice el salmista: "postrémonos y arrodillémonos". ¿Estás dispuesto a asumir el desafío?


No hay comentarios:

Publicar un comentario