Un campesino estaba haciendo un pozo en su campo. Cuando llevaba horas cavando encontró un cofre enterrado. Lo sacó y al abrirlo, vio lo que nunca había visto en su vida: un fabuloso tesoro que contenía diamantes, monedas de oro, joyas bellísimas, collares de perlas, esmeraldas, zafiros y un sin fin de objetos preciosos que harían las delicias de cualquier rey.
Pasado el primer momento de sorpresa, el campesino se quedó mirando el cofre. Viendo las riquezas que contenía, pensó que era un regalo que Dios le había hecho; pero aquello no podía ser para él solo, era demasiado. Él era un simple campesino que vivía feliz trabajando la tierra. Seguramente, había alguna equivocación.
Decidido, cargó el cofre en una carretilla. Tomó el camino que conducía a la casa donde suponía que vivía Dios para devolvérselo. Al rato de ir hacia allí, encontró a una mujer llorando al borde del camino. Sus hijos no tenían nada para comer, y los iban a desahuciar de su casa por no poder pagar el alquiler. El campesino se compadeció de aquella mujer y, pensando que a Dios no le importaría, abrió el cofre y le dio un puñado de diamantes y monedas de oro. Lo suficiente para solucionar el problema.
Más adelante vio un carromato parado en el camino. El caballo que tiraba de él había muerto, y el dueño estaba desesperado. Se ganaba la vida transportando cosas de un lugar a otro. Ahora ya no podría hacerlo pues no tenía dinero para comprar otro caballo. El campesino abrió el cofre y le dio lo necesario para un nuevo caballo.
Al anochecer, llegó a una aldea donde un incendio había arrasado todas las casas. Los aldeanos dormían en la calle. El campesino pasó la noche con ellos y a la mañana siguiente, les dejó lo suficiente para que reconstruyeran toda la aldea de nuevo.
Y así iba recorriendo el camino aquel campesino. Siempre se cruzaba con alguien que tenía algún problema. Fueron tantos que, cuando ya le faltaba poco para llegar a la casa de Dios, sólo le quedaba un diamante. Era lo único que le había quedado para devolverle a Dios. Aunque poco le duró, porque cayó enfermo de unas fiebres y una familia le recogió para cuidarle. En agradecimiento, les dio el diamante que le quedaba.Al anochecer, llegó a una aldea donde un incendio había arrasado todas las casas. Los aldeanos dormían en la calle. El campesino pasó la noche con ellos y a la mañana siguiente, les dejó lo suficiente para que reconstruyeran toda la aldea de nuevo.
Cuando llegó a la casa de Dios, éste salió a recibirle. Y, antes de que el campesino pudiera explicarle todo lo ocurrido, Dios le dijo:
-Menos mal que has venido, amigo. Fui a tu casa para decirte una cosa pero no te encontré. Mira, en tu campo hay enterrado un tesoro. Por favor, encuéntralo y repártelo entre todos los que lo necesiten.
El campesino de la historia no dudó en compartir diligentemente el tesoro que estaba en sus manos. ¿Qué hubieras hecho tú? A lo mejor no tenemos ese tipo de riquezas materiales, sin embargo poseemos riquezas espirituales que son eternas y que están en nuestras manos.
La palabra dice: ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueron enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas! Romanos 10: 14-15
Posiblemente no podremos minimizar la difícil situación de las personas con necesidad, pero sí cambiaremos el rumbo de nuestro destino en la eternidad y abriremos una puerta de bendición, para que Dios mismo sea el que transforme sus vidas.
El Señor nos llamó a ser de bien a los demás, no dejemos de compartir el tesoro de la eternidad.
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